3

21 10 17
                                    

Para ambos, el día transcurrió con extrema rapidez.

Luego de haber hecho el amor como unos posesos empapados en la lujuria de la reconciliación, se quedaron dormidos y completamente desnudos en el sillón de tres cuerpos. El cuerpo de Abby, como un blanco y calmo rio, recostado encima de Maxwell que boca arriba la abrazaba. Él, por su lado, con el corazón repleto de feliz calma.

A la tarde, cerca de las seis y media, se despertaron con la confusión de haber dormido demasiado profundo, sin saber qué hora era y con un hambre atroz. Rápidamente se dieron juntos una ducha, y luego se vistieron para bajar a tomar una comida en el restaurante de la esquina. Allí permanecieron hasta pasadas las diez, donde primero intercambiaron una tabla de fiambre y quesos para picar y compartir, y luego a eso de las ocho pidieron una cena para cada uno. A mitad de la velada, el teléfono de Maxwell sonó en su bolsillo, y su rostro pareció ensombrecerse con rapidez, ya que el servicio fúnebre le confirmaba que a la mañana siguiente, en el cementerio municipal, sería la ceremonia de sepultura de su hijo. En cuanto colgó con ellos, su expresión denotaba que todo el bofetón de la realidad le había aplastado de un instante al otro, y Abby intentó distraerle de todo eso, sacando tema de charla y haciendo que pensara en otra cosa mejor. Por suerte, y con mucho esfuerzo, lo logró. La pasta y la botella de vino, además de los agradables momentos compartidos juntos donde prácticamente se habían olvidado de todos los problemas, hicieron su efecto. No necesitaban hablarse, ni hacer cómplices guiñadas. Maxwell pagó la cuenta y tomados de la mano, salieron del restaurante dispuestos a volver al hotel cuanto antes.

Al subir de nuevo a la habitación, casi con la prisa pasional de dos adolescentes furtivos, volvieron a sumergirse en las profundas aguas del deseo, hasta dormir. Maxwell nunca se había entregado tantas veces seguidas a ninguna mujer, y Abby aprovechaba esto con el corazón henchido de amor. Sabía que la mañana siguiente sería un día muy difícil para él, ya que debía asistir al entierro de su hijo. Algo a lo que ningún padre estaba preparado, pensaba con enorme compasión, mientras le miraba dormir con una mano aferrada a ella y le acariciaba el cabello, tan negro como la propia noche. Finalmente, acabó por dormirse ella también, arrullada por la calidez de su cuerpo.

A la mañana siguiente, el humor de Maxwell pareció ensombrecerse casi en cuanto abrió los ojos. Apenas desayunó, se duchó rápidamente y mientras esperaba que Abby estuviera lista, se sentó al borde de la cama, con la manos en los bolsillos y la mirada perdida en el suelo de parqué de la habitación. Ninguno de los dos tenía ropa formal negra en aquel momento, ya que en la prisa del momento, habían tomado lo primero que se les ocurrió con tal de salir huyendo de aquella criatura. Sin embargo, Maxwell se vistió con el pantalón de jean más oscuro que pudo encontrar en el precario equipaje, una camisa gris, completamente lisa, y la chaqueta de cuero que usaba todos los días. Abby tampoco tenía nada adecuado. Le hubiera gustado mucho un sobretodo negro, estilo tapado, haciendo juego con alguna chaquetita y falda negra, pero no había forma de cumplir con ello, así que se puso una calza deportiva negra, su chaqueta de gamuza marrón y se ató el cabello en una media coleta.

Luego de bajar y dejar la llave en la recepción, salieron a la acera y subieron al Citröen estacionado a pocos metros de la entrada del hotel. Maxwell no encendió la radio, tampoco dijo nada, solamente llamó al servicio fúnebre para avisar que marchaba en camino, y nada más. Apenas eran las nueve y diez de la mañana, todavía tenía que pasar por alguna florería para comprar algún arreglo, quizá un ramo, pero de todas maneras llegaría en hora, pensó. El entierro era a las diez, y casi nunca empezaban a la hora puntual. Avanzó por la avenida casi veinte minutos, mirando hacia ambos lados en cuanto tenía la oportunidad de detenerse en algún semáforo, buscando, hasta que por fin pudo encontrar una florería.

Le indicó a Abby que lo esperase en el coche, en cuanto acabo de estacionarse frente a la entrada. Se desabrochó el cinturón y descendió del mismo, sin apagar el motor, entrando al local luego de rodear el vehículo por delante, a paso apresurado. No demoró más de cinco minutos, cuando ella le vio salir con un ramo muy bonito de lirios blancos. Los dejó en el asiento trasero del coche, y volvió a subir en el lado del conductor.

La criatura malditaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora