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Me acomodé mejor en el asiento y guardé el mechón de pelo rebelde tras mi oreja. Pasé de página al mismo tiempo que le subía el volumen a mis audífonos, tratando de ahuyentar el escándalo que tenían mis compañeros de clases.

Teníamos hora libre. Y estaba claro que los demás la usaban para ponerse al corriente y hacer una que otra broma. Di una ojeada por encima de mi hombro y visualicé el asiento de Audrey vacío. Levanté un poco más la vista y vi que estaba sentada en un círculo con otras chicas a su alrededor. Estaban jugando verdad o reto. Sus risas llegaban hasta aquí.

Volví mis ojos a mi libro, y seguí leyendo con tranquilidad. Audrey ni siquiera me había devuelto el saludo cuando la había visto llegar. No sabía qué le sucedía.

Pasados cinco minutos, creí escuchar mi nombre ser pronunciado por alguien. No me giré, solo seguí leyendo y tarareando la canción que se reproducía en mis auriculares.

La calma se esfumó cuando sentí como me toqueteaban el hombro con insistencia. Giré el rostro y vi a Audrey parada justo a mi lado, con los labios apretados en una dura línea. En la mano traía lo que parecía ser un jugo de fresa muy espeso, del cual había estado tomando un sorbo. Fruncí el ceño y me quité los audífonos de los oídos con lentitud.

Se aclaró la garganta antes de hablar. Lucía nerviosa.

—Quería saber si... te apetecía jugar con nosotras.

Sonrió falsamente en mi dirección. Y a mí me brincó el corazón por la sorpresa, y por lo raro que se sentía que estuviéramos hablando... así. Instintivamente, le eché un vistazo al grupo de la esquina; todos tenían los ojos estancados en nosotras, y intentaban reprimir sonrisas burlonas con los dientes.

Volví a mirar a Audrey, quién parecía haberse acercado más hacia mí. Negué con la cabeza, entrecerrando los ojos.

—No me apetece, pero gracias —musité.

Dio un paso más, y lo que dijo a continuación me hizo arrugar el ceño.

—Lo siento, Chelsea.

—¿Por q...?

Ahogué un jadeo, callándome y poniéndome de pie estrepitosamente al sentir el líquido bañarme por completo. Mi cuerpo se tensó por el frío. Levanté la vista de mi ropa arruinada hacia Audrey, exigiéndole una explicación. Ella solo me miraba con pesar y el vaso vacío en su mano cayó al suelo al ver mi aspecto.

No dijo nada. Solo me pasó por un lado, uniéndose a las risas que habían inundado el salón; se sentó al lado de Kira. La rubia era quien reía con más fuerza.

Tragué saliva al sentir la rabia y impotencia florecer en mí. La decepción al ver a la pelinegra me tocó el corazón. Apreté los puños y sentí mi cara arder, transformándose en un rubor potente en mis mejillas.

Todos los presentes tenían los ojos puestos en mí. Algunos solo estaban pasmados, y otros me miraban con la lástima inculcada en el rostro. Todos los demás se reían abiertamente, sin un ápice de vergüenza.

Salí del salón sin mirar atrás. Cuando llegué al baño de las chicas, me planté delante del espejo sin pensármelo. Quise llorar al ver mi reflejo. Mi sudadera blanca estaba húmeda y llena de un jugo rojo intenso, mi jean también estaba salpicado. Al menos mis zapatos no habían sufrido mucho.

Lo que se veía peor, era mi cabello. Me sentía sucia, pegajosa, y quería echarme a llorar sin importar nada. La mayoría de mis compañeros se divirtieron al burlarse de mí.

Me acerque al lavabo, poniendo una mueca. Me veía horrible. Borré el rastro de lágrimas con furia de mis mejillas.

Quince minutos después, me quedé mirando cómo el agua roja pasaba por el lavadero al terminar de intentar lavarme el pelo. Había tratado de quitarme los restos de jugo. Había funcionado un poco. Me cepillé el cabello con los dedos, y aparté mi sudadera mojada con la mano. Qué frío tenía al quedar solo en camiseta de tirantes.

No intentes reparar a la chica rota Where stories live. Discover now