01| La familia

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Capitulo 1. La familia
EDA

Los padres, esos seres que creen poseer una capacidad superior a la de sus hijos, que piensan que cada palabra que pronuncian es la verdad suprema y que justifican todas sus acciones con la premisa de "lo hacemos por tu bien". Permítanme decirles que es una mentira tan grande como la Torre Eiffel; no lo hacen por mi bien.

Recibir la noticia de pasar las vacaciones de verano con quien se hace llamar mi abuelo no es precisamente mi idea de las mejores vacaciones del mundo.

¿Por qué?

Pues bien, implica vivir durante tres largos meses junto a un hombre a quien no veo desde hace años, una mujer que finge ser su esposa y a la que aborrezco. Y no podemos olvidar a sus hijos, mis supuestos medio-tíos, con los que tampoco mantengo la mejor de las relaciones. Una cena familiar con este grupo de individuos podría fácilmente igualarse a presenciar una tercera guerra mundial.

No estamos hablando de diferencias superficiales. Hablamos de un grupo de personas de la alta sociedad que se rodean de individuos igual de falsos y elitistas que ellos, y juntos discuten sobre banalidades que luego despreciarán en la comodidad de sus hogares. Son hipócritas, consentidos y, en su mayoría, sumamente estúpidos. Así que, sí, no es precisamente mi mejor plan para este verano.

Y lo peor de todo, es que mis dos progenitores piensan que hay arreglo, que nuestra relación abuelo-nieta tiene algún tipo de futuro. No sé si fue una excusa para que se pudieran ir de vacaciones románticas, pero el rostro iluminado de mi padre cuando me dio la noticia de que había hablado con mi abuelo me demostró la fe que tienen en estas "vacaciones".

—De unas vacaciones idealizadas a una cárcel de oro rodeada de dragones, ¿te lo puedes creer?— giré ligeramente mi rostro para enfocar mi vista en la señora que a mi lado ronca como si no estuviéramos a más de miles de kilómetros de tierra firme. Chasqueo la lengua y desvié de nuevo mi vista hacia la ventanilla del avión. La isla de Gaslia comienza a ser visible y no tarda en aparecer la señal de aterrizaje, lo que conlleva volver a tierra firme y dejar de tambalearme a tanta altura.

El aterrizaje fue suave, y pude respirar tranquila cuando la aeronave finalmente tocó tierra. A pesar de saber que estadísticamente volar es el medio de transporte más seguro, seguía sintiendo una punzada de inseguridad. No siento que tenga el control sobre el vehículo, sería como si me compro un coche nuevo y se lo dejo a alguien que se acaba de sacar el carnet de conducir; arriesgado, estúpido y peligroso.

Después de unos aplausos a los pilotos, todos los pasajeros se apresuraron a levantarse como si desearan alejarse de ese lugar lo más rápido posible. No podía culparlos; yo misma me uní a la estampida en cuanto tuve la oportunidad. Me despedí de la señora que tras los aplausos y ruidos efusivos pareció volver a la vida. Qué envidia, si supiera que le narré toda mi vida y desgracia no estaría así de calmada.

La escena en el área de llegadas estaba llena de emociones: gente corriendo de un lado a otro, reencuentros familiares, lágrimas y abrazos. Un pellizco de envidia me recorrió al darme cuenta de que no experimentaría eso; nadie estaría esperándome... o, mejor dicho, no la persona que cualquier nieta que no ve a su abuelo desde hace 10 años esperaría encontrar. Al fin y al cabo te acostumbras y te conformas con que al menos alguien venga a por ti...

Al final de la terminal, identifiqué a un hombre vestido de negro sosteniendo un cartel con mi nombre en letras grandes y claras: "Eda Blum". Caminé hacia él con desgana, anhelando poder dar media vuelta y regresar al avión, en busca de alguna otra isla remota bajo el sol. Pero sabía que no era de las que huyen al primer instante, o más bien, no podía huir; ¿con qué dinero? ¿Cómo?

Un acuerdo con exceso de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora