33 | El escobero de Filch

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—Vale, esto ya está... —murmuró Hagrid, arrojando unas gruesas raíces manchadas de tierra al cubo que tenía al lado. Se secó el sudor de la frente con la manga de su camisa de trabajo y observó a su alrededor. La tierra había quedado en perfecto estado. Húmeda y removida, perfecta para plantar las calabazas que utilizarían en el banquete de Halloween del año próximo. La zona del huerto más cercana a su casa ya estaba terminada y llena de semillas. Faltaba la zona más próxima al camino que ascendía por la ladera, en dirección al castillo.

Hagrid, arrodillado sobre la tierra, se planteó levantarse para alcanzar el saco con abono que estaba unos metros más lejos, pero comprendió que su edad le estaba jugando una mala pasada. Y levantarse no sería fácil después de llevar más de veinte minutos arrodillado en la misma posición. En lugar de eso, clavó sus negros ojos en su provisional ayudante.

—Malfoy, acércame el saco con el abono, ¿quieres? —pidió, con sequedad. El chico apenas se molestó en mirarlo de reojo. Se encontraba con los brazos cruzados, apoyado en la valla que separaba el huerto del Bosque Prohibido, a espaldas de ambos. El sol estaba cerca de ponerse ya, pero todavía calentaba el ambiente con intensidad. Draco se había aflojado la corbata y abierto la camisa un par de botones. Eso era todo lo que podía hacer. No pensaba quitarse su limpia y cara túnica del uniforme escolar y dejarla en cualquier lugar de ese apestoso huerto. Y tampoco iba a subirse las mangas.

—Cójalo usted mismo, profesor —gruñó el chico entre dientes, sin moverse ni un ápice de su posición. E imprimiendo su voz de despectivo sarcasmo. Hagrid entrecerró sus normalmente bondadosos ojos con resentimiento.

—Mira, chico, estoy siendo bastante magnánimo contigo. Te estoy permitiendo no trabajar en exceso. Pero McGonagall te ha ordenado que me ayudes, a fin de cumplir tu castigo y, si no me traes ahora mismo el saco, le diré que no has cumplido tu parte. Con lo cual será un día más de castigo —ladeó su enorme y barbudo rostro—. Y dudo mucho que eso sea lo que quieres.

Draco le devolvió la mirada con frialdad. Las aletas de su nariz se expandieron.

—No tengo varita —masculló, de forma casi inaudible. Hagrid resopló.

—Pero sí tienes dos manos —le espetó, sarcástico—. Era parte del castigo no usar la magia, ya lo sabes... Trae el saco, chico.

Draco compuso una mueca. Sin disimular que era lo último que le apetecía hacer, se separó de la valla y se acercó al saco abierto que se mantenía precariamente derecho a su lado. Se agachó a cogerlo y comprobó con resignada satisfacción que no pesaba en exceso. Estaba medio vacío.

Lo levantó con toda la elegancia que pudo, sin molestarse en disimular una mueca de asco que curvó su boca, y lo llevó hasta donde Hagrid estaba arrodillado. A éste no le pasó desapercibido el poco esfuerzo que tuvo que hacer el chico para alzar el saco. Echó un vistazo a su interior tan pronto como su alumno lo dejó caer a su lado sin demasiado cuidado.

Las pobladas cejas de Hagrid se fruncieron.

—No hay suficiente —murmuró, decepcionado. Miró alrededor, calculando la extensión de campo que le faltaba por abonar—. Voy a tener que ir a ver a Pomona...

Draco arqueó una ceja con descortés incredulidad.

—¿Cómo? ¿Ahora?

—Sí —suspiró Hagrid, poniéndose en pie con dificultad y un suspiro cansado. Draco entrecerró sus ojos con rencor al ver que ahora sí se molestaba en levantarse—. No tardaré demasiado. Espérame aquí y no toques nada. Ponte cómodo —añadió, casi de pasada, dejando a un lado su delantal de trabajo, colgado encima de la valla.

Rosa y EspadaKde žijí příběhy. Začni objevovat