Día 8: te lo dije bien clarito.

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Luego de 10 horas de sueño, Guillermo se siente poquito menos muerto al levantarse el domingo por la mañana, o tal vez no tan de mañana, porque para eso estaban hechos los domingos: para despertarse tarde.

Sale de su alcoba ya cambiando y se da cuenta de que Juli no ha llegado. La falta de presencia de su esposo también justificaba la tranquilidad del lugar, pero a él si se lo perdonó luego de estarse desmañanando toda semana para hacerle de desayunar antes de irse cuando no tenía necesidad.

De hecho, tal vez era momento de pagarle con la mismo moneda. No consideraba involucrarse en la tarea culinaria tan bien como él, quizá por haber acostumbrado a su paladar con su propio sazón desde que dejó de temerle a prender la estufa de gas con cerillos. Lo que hacía era pasable, decente para un adulto independiente; definitivamente se encargaría de realizar el almuerzo tardío antes de que las tripas le comenzaran a rugir.

Salió de la casa para bajar dos cuadras en dirección a su tienda de abarrotes de confianza, queriendo comprar ahí lo que en el mercado no se animaba. Huevo, embutidos, jugo y leche; esas cosas que sabían mejor salidas de refrigeradores comerciales que de sus propios electrodomésticos. Se adentra a la pequeña morada cuyo garage fue adaptado para ser un negocio del tipo.

—Buenos días doña Lulu —los modales hacen al hombre.

—Tardes ya, Memo —la señora de lacio cabello cobrizo detrás del mostrador lo recibió con una cálida sonrisa. Que el medio día estuviera a un cuarto de hora de acontecer fue suficiente para que tuviera cabida la simpática corrección—. ¿Qué vas a llevar, corazón?

Guillermo le dicta con detenimiento las cosas que no puede tomar directo de los anaqueles. En lo que la mujer pesaba sobre la báscula digital las 10 rebanadas de jamón solicitadas, él levanta la tapa de la hielera para llevarse victorioso el último kilo de tortillas disponible. Debían ser de esas, pues en los cierres de semana el molino no trabajaba. Se anotó mentalmente el decirle a Emiliano dónde quedaba la tortillería para que comprara en la semana, pues para él eran superiores a las que entregaban a las tiendas.

Algo lo detuvo de seguir buscando cosas que no necesitaba para gastarse los 500 pesos guardados en su cartera: un contenedor de plástico casi a la mitad de galletas pequeñas bañadas en caramelo. Eran los alfajores de Emiliano, seguro. Anoche le había platicado que cubiertos de chocolate pegaban más según quien se los compraba para revenderlos.

Ayer no hizo, estuvo todo el día atrabancado en deberes domésticos y reponiendo energía. Concluyó entonces que la caja llevaba ahí desde el viernes. Lo desilusionó un poco, para qué negarlo, y eso que el afectado principal no era él.

—Cóbreme también dos de estos —sacó los postres del domo para comerse uno mientras ideaba un comentario sutil del que podría extraer cierto dato estimable—. No se le venden mucho, ¿verdad?

Nambre mi niño, lo que es hablar sin saber —regresa burlesca—. Si ese es el último de seis encargos que me trajo el güero el viernes, y lo acabo de abrir hoy; échate esa.

Quedó como estúpido. ¿Cómo era posible que iba dudar de Emi? Nunca había estado tan agradecido de equivocarse.

—Estos días que han llegado los de la Bimbo, Sabritas y los muchachos de la Coca se llevan un puño y luego no les doy abasto —continuó Lourdes haciendo a la par la cuenta de lo adquirido por su cliente—. Debo pedirle al muchacho que me haga más cajas cuando lo vuelva a ver. ¿Tú no lo conoces? Soy tan distraída que ni su nombre le he preguntado.

—Mire qué casualidad —que si no lo conocía. Le entregó el billete para intercambiarlo por la bolsa con las cosas—, el vato de hecho vive conmigo. Se llama Emiliano, yo le puedo pasar su recado.

Acepto, supongo || Dibu x OchoaWhere stories live. Discover now