5: Rosales

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Desde que era muy pequeña, recuerdo que mi casa estaba rodeada de flores.

No eran flores cualesquiera, eran flores hermosas y de todos los colores y tamaños: eran rosas.

Decenas y decenas de rosales crecían alrededor, como cuidándonos, rodeándonos y asombrándonos con su belleza.

Mi madre siempre me pidió ser cuidadosa. Las rosas no solo son hermosas, sino que son peligrosas. Debajo de esos pétalos coloridos y suaves, hay miles de espinas que podrían envolverme antes de que ella pudiera ayudarme.

Antes de que cualquiera se diera cuenta.

Conforme crecía, las flores comenzaron a ser más llamativas. Eran muy bonitas y era imposible resistirse a su encanto. Incluso mi madre, quien tantas veces me había advertido de sus peligros, no pudo evitar enamorarse de una de esas rosas, llevándola a la casa y dejándola quedar.

Nosotros cuidamos de esa rosa, esperando que sus colores nunca palidecieran y que sus pétalos nunca se marchitaran. Teníamos el deseo de que esa rosa pudiera crecer con nosotros e incluso multiplicarse en más rosas que amaríamos tanto como amábamos esa rosa, pero parecía que las cosas no funcionarían así.

Debajo de cada rosa siempre estarían las espinas: ocultas, creciendo junto a los pétalos, listas para atacar, aunque parecieran inofensivas, aunque las rosas parecieran felices con nuestra presencia.

Era la rosa de mi madre y aun así, sus espinas me cortaron profundamente, dejando que decenas de gotitas de pena se impregnaran en nuestro hogar.

La rosa tuvo que irse. No podíamos permitir que nuestro hogar se llenara de pena, porque la pena atraía más espinas y las espinas podían atraparnos dentro de nuestro hogar y no solo cortarnos, sino, asfixiarnos.

Una vez más nos limitábamos a contemplar los hermosos jardines de flores desde la ventana, desde donde estaríamos seguras.

Pero no podíamos quedarnos siempre en casa, no podíamos evitar salir al mundo y atravesar esos campos de rosas, esquivándolos lo mejor posible; esperando que una nueva rosa no robara el corazón de alguna; esperando que una rosa no nos lastimara al pasar.

Era imposible.

Rasguños aquí y allá, quizás en el cabello, en la mejilla, en la ropa... pero las rosas siempre parecían perseguirnos, querer llamar nuestra atención. Parecían rogar porque las invitáramos a nuestro hogar; prometían ser inofensivas hasta que alguna de las dos confiaba en ellas.

No quisimos dejar a más rosas entrar en casa, por supuesto, pero las del jardín comenzaron a ser nuestras rosas también. A distancias prudenciales, en lugares seguros y tiempos limitados, pero comenzamos a cuidar de ellas.

Eran hermosas, eran suaves y nos llenaban de calidez como nos enseñaron que solo las rosas pueden hacer.

Pero una rosa siempre corta y no importó que las rosas se quedaran en el jardín, porque de todos modos podían hacernos daño.

Habíamos encontrado las mejores rutas para que no nos lastimaran al pasar, pero a veces, en un mal día, nuestra pena parecía ayudar a las rosas de los jardines a brillar mucho más hermosas y como si fuésemos presas de un hechizo, deseábamos el abrazo de una de ellas, la calma que nos habían enseñado que podrían darnos.

Y entonces... caíamos.

Un día, una rosa, un pequeño abrazo. Las cuidábamos por un rato, les brindábamos lo que necesitaban por la oportunidad de contarles un secreto, de verlas brillar a la luz del sol; por la oportunidad de sentir el amor de una rosa, aunque fuese pequeño, pasajero.

Pero las rosas siempre querían más.

Conforme me hice mayor, pude darme cuenta de que algunas rosas parecen tener un vacío en su interior. Algunas rosas están huecas y ese vacío las hace brillar con más fuerza, pero también hace que sus espinas sean mucho más afiladas.

No podía enamorarme de una rosa hermosa a primera vista. No debía darle mi simpatía a una rosa que me hubiese dado la suya sin nada a cambio.

Lo había hecho y cada ocasión, esas rosas me habían cortado. Habían herido mis manos y al mirar las marcas que habían dejado, sentía una profunda tristeza al haber sido engañada por cada rosa que había dejado acercarse.

No era la única y eso, dolía incluso más. Me llenaba de preocupación. Por el camino podía ver las casas de espinas, esas que habían caído víctimas de una rosa y habían convertido sus hogares en rosales que se habían apoderado de todo, alimentándose de los dueños hasta asfixiarlos entre sus ramas.

Podía ver por la calle a quienes, cuidando a una rosa, habían sido atrapados por ellas, incapaces de irse, incapaces de escapar incluso cuando no las habían dejado entrar en su hogar.

Las rosas estaban hambrientas y podían consumirte, marcarte para siempre de más de una forma. Muchos vivíamos aterrados de las rosas, porque eran únicas, hipnóticas y hermosas, pero también podrían convertirse en una condena de muerte.

Entonces... ¿Cómo amar a las rosas? ¿Cómo encontrar a una rosa que no fuese a atraparte? No lo sabía. Nadie me había enseñado cómo.

Incluso, dudaba que alguien lo supiera.

Así que vivíamos con miedo. Rodeados de esos seres hermosos y peligrosos que tarde o temprano nos atraparían.

Sin saber que las rosas no eran las únicas flores que había en el mundo.

Bajo TierraWhere stories live. Discover now