7: Bajo Tierra

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La pala se clavó con fuerza en ese suelo árido y seco, donde nada había crecido en mucho tiempo.

La tierra del desierto pareció despertar por un instante con ese movimiento, como si la madre tierra se removiera en sueños y luego, segura de que el llamado no era para ella, volviese a su eterno letargo.

La pala se clavó de nuevo, pero esta vez fue menos decidida, un golpe cansado y débil. Tal vez debido a la fuerza del sol que quemaba la tierra y que hacía que todo lo que caminaba por ella, deseara no hacerlo más.

La mujer dio un tercer golpe, agotado y a la vez decidido. No se iría. Estaba buscando algo en esa tierra, como lo había estado buscando el día anterior y el día antes que ese, y un poco de sol no podría detenerla. Nada podría detenerla. Tenía un objetivo fijo, el objetivo que la hacía vivir y la hacía moverse sin importar cuántas veces hubiese pensado en rendirse. Tenía una misión que iba más allá de ella y mientras la pala seguía removiendo la tierra, se recordó una y otra vez las razones por las que estaba allí, hasta que la pala retomó su fuerza y rompió la tierra de forma salvaje, resquebrajando la dureza, atravesando la sequía y la hostil carencia de vida.

La mujer estaba sola como cada mañana, como cada día desde hacía demasiados días como para poder contarlos y, con cada golpe a la tierra, luchaba también contra esa soledad. Luchaba contra las negativas, contra la frustración y contra el vacío que se hacía cada vez más grande, conforme el hoyo frente a ella crecía y crecía.

El movimiento, sin embargo, despertó algo que esperaba bajo la tierra, dormido y ajeno a lo que ocurría.

No era la primera vez que se despertaba. Había sentido el movimiento antes, siempre cerca, cada vez más cerca, pero nunca allí.

Tenía la sensación de que antaño, ese sonido era lo que más había deseado escuchar, pero ahora solo podía pensar en el sueño. Solo podía pensar en la interrupción y en el sonido continúo de la pala, rascando su hogar.

Pero ese no era su hogar, recordó una minúscula voz que hacía mucho no escuchaba. Había existido en otro sitio y luego, había llegado allí, derramándose como la miel, de forma lenta y agónica. Llegar allí había consumido su energía. Intentar salir, había acabado con su esperanza, así que esperaba. Había esperado hasta que el sueño se había llevado sus memorias y le había hecho olvidar por qué estaba allí, por qué quería salir y a quién buscaba.

Ahora, ni siquiera recordaba quién era.

La tierra seguía moviéndose, como el tic tac de un reloj, constante y casi rítmicamente y esa presencia sintió que algo se removía en su pecho, en su mente vacía: como un grito de ayuda, que no sabía de dónde venía o a quién pertenecía.

La luz llegó por fin y unas suaves manos estuvieron sobre ella, haciéndola recordar.

El toque familiar que la acunó contra su pecho y lloró con fuerza al sacar su pañuelo, la hizo querer llorar también.

La habían encontrado, pero desgraciadamente, los huesos no pueden llorar.

Pensó en cómo había llegado allí y se dio cuenta de que ese grito de ayuda que por tanto tiempo había querido seguir, no era de nadie más que suyo. Era su grito de ayuda que nadie, salvo su madre, había querido escuchar cuando se la llevaban al desierto y derramaban su vida en la tierra con una facilidad abrumadora, que ella misma llegó a sentir que valía lo mismo que un vaso de agua. Que ella valía menos que un vaso de agua.

Pero no era así. Ella valía mucho más. Había sido alguien. Había tenido nombre, familia, sueños y metas. Aunque nadie la buscara, aunque se los hubiesen quitado, aunque solo su madre hubiese seguido buscando, por tanto tiempo que ella misma se había rendido, que ella misma había olvidado quien era.

Deseó abrazar a su madre, su salvadora, su familia y su mejor amiga, la única que siempre había estado para ella y que una vez más se lo demostraba, pero las muertas no pueden abrazar a las vivas. Quiso llorar al saberlo, pero los restos no tienen lágrimas, u ojos para llorar. En especial ella, a quien se los habían quitado antes de dejarla allí.

Sufrió como nunca, atrapada como estaba, entre el alivio y la pena. La habían salvado, su madre no la había olvidado, había vuelto por ella y la había hecho persona, cuando ella misma se había hecho número, estadística.

Pero no era libre. No estaba viva. Lo había perdido todo. Se lo habían quitado todo y sin importar cuánto hubiese luchado su madre para encontrarla, nunca podría volver a hablar con ella, nunca podría reconfortarla, hablarle o siquiera contarle quién las había separado.

La mujer abrazó el pañuelo de su hija, abrazó sus huesos y se permitió deshacerse en llanto frente a ella, a pesar de haber pensado que ya no le quedarían lágrimas para llorar luego de los años que había pasado buscando; luego del sol abrasador sobre el que había estado.

Por fin había encontrado a su bebé, por fin podía reunirse con su única familia. Por fin había cumplido su promesa, sabiendo como toda madre sabe, que su hija se había ido mucho antes de encontrarla.

Y, aun así, libre no era. Porque la había perdido, porque se la habían quitado, porque la habían matado con ella ese día; porque se la habían arrebatado y con rezar a la gran madre justicia, nunca sería suficiente.

Lloró de rabia, de pesar, de tristeza y de frustración, lloró por su hija asesinada, lloró por las hijas de todas las que habían muerto antes que ella y lloró también porque sabía que no podía hacer otra cosa, porque había visto que, de seguir apelando a la justicia, su pueblo podría hacerla callar de un disparo.

Siguieron allí hasta que el sol se esfumó, llorando, pensando, soñando con un futuro que jamás podrían compartir de nuevo y dejaron que su pesar se derramara por el suelo, alimentando el letargo de la madre tierra, alimentando esa profunda tristeza por sus hijas que hacía que no pudiera despertar, hasta que la mente a ambas se les quedó en blanco.

Esa era toda la paz que podrían conseguir, esa era toda la comunicación que podrían volver a tener y resignadas, aceptaron que era momento de despedirse. No pertenecían ya al mismo mundo y su tiempo limitado había llegado a su fin.

No hubo palabras entre ellas. No hubo promesas, ni pensamientos que lograran traspasar la barrera de la vida, pero el incondicional amor que las había reunido allí, permanecería como un gesto eterno en ese mundo que les había dado la espalda, que las había odiado sin siquiera conocerlas.

—Ven, mi amor —susurró por fin la madre, agotada, pero con la voz dulce de las últimas palabras que sabía, podría dedicar a su hija—. Por fin nos vamos a casa.

Bajo TierraWhere stories live. Discover now