Las raíces del mundo

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Se cuenta, tanto entre elfos oscuros como elfos verdes, entre humanos y lotófagos, entre sirenas y volafugaces. Se cuenta, incluso, entre las estrellas, que, más allá de los dioses que cada uno tenga, la creación comenzó con la gran mantarraya, cuyos nombres son infinitos, que dormía en la oscuridad absoluta. Despertó y sus ojos llenaron de luz cada rincón, por un tiempo breve, pues ésta se escapaba y se perdía y no volvía. Entonces pensó en sus sueños, intentó recordarlos. En la mente perenne de la mantarraya brotó la imagen de unas perlas. No sabía lo que era una perla. Bastó con imaginársela para que aparecieran por doquier llenando a su universo. Se contentó con la compañía, las llenó de la luz de sus ojos para que brillasen aún más, pero no había nada que iluminar más que a ellas mismas. Notó que todas eran idénticas y que no tenían ningún parecido con el cuerpo que una mantarraya ostentaba.

"Han de ser heterogéneas, distantes en volumen y en función, han de tener cuerpos que, si bien a la distancia parezcan iguales, mirando más de cerca serán completamente desemejantes. La desemejanza brindará lo que alguna vez soñé y no recuerdo. Su multiplicidad será la clave de aquello que germinará en un parpadeo mío que significará la destrucción de mundos y la creación de otros. He de observar toda forma, por minúscula que sea, por mayúscula que acabe, y he de estudiar, medir, esperar y seguir imaginando. La combinación de lo no vivo y lo que vivirá, de lo imperecedero y lo que perecerá, de lo magnífico y lo fútil. La razón es: mirar al perlado espacio y sentir el agobio del tiempo. Contemplar las mismas luces sembradas que se aplastarán sus existencias. Estrellándose. He de yo hacer a las estrellas como el reloj de arena que alguna vez, en un parpadeo mío, crearán los millones de formas orgánicas, porque será quien les indique lo efímero y gracias a tal cosa harán grandes hazañas. cumpliré, entonces, con derramar mis visiones en este plano para hacerlo esférico y como no puedo detener pensamiento alguno se extenderá por siempre terminando con la oscuridad. Cuando todo sea luz, cuando todo esté poblado, he de cerrar mis ojos y terminar con todo. Dormir de nuevo tal como he hecho incontables veces, y tal como seguiré haciendo incontables más. Sé todo lo que hubo, sé todo lo que habrá, más no sé qué es una perla o una vida. Ambas parecen idénticas a la distancia. Sus intereses me son vanos. Es mi necesidad de diseminar dinamismo, alcanzar cada rincón, lo que me impulsa. Mis hilos serán los pilares, los pilares serán las puertas que vuelvan a traer la vida a mí y así yo poder devolverlas con más fuerza hasta que los mismos pilares se derrumben por su propio peso. Es mi necesidad de dormir nuevamente."

Extracto de El libro que susurra a la Creación, por Tekhne.

La mantarraya pensó en que las estrellas podían reunirse y a ellas les gustó porque no estaban solas. Pensó, también, en que sus vidas terminaran con un gran evento, y que algunas devorarían a sus hermanas. Si concebía un planeta ese planeta se construía con rapidez. Y así como algunos pensamientos se concretan, otras ideas quedaban dando vueltas. No eran ni estrellas, ni planetas, ni luz. Las llamó hilos y éstos surcaban el espacio hasta encontrarse con otros. Cuando una multitud de ellos formaba una bola de estambre, adquirían consciencia y se convertían en dioses. La mayor parte se dedicaba a dormir y soñar pequeñas cosas, otros eran más osados e intentaban arrebatar el poder de la mantarraya siendo destruidos in situ. Otros gustaban ver a las diferentes formas de vida, sobre todo en la tierra. Entre ellos están Dada (dios de los humanos), Zuz (dios de los elfos negros), Toru (diosa condenada), Gazzol (diosa de los volafugaces), Terror (dios de los interrumpidos), y la lista sigue, pero resulta interminable y agotadora.

Toru podía construir arroyos, montañas y bosques, también era dueña del viento. Encandilada por los seres de la tierra quiso desafiar a la mantarraya y crear su propia vida. Algo que a otros dioses les hubiese valido la muerte. Como no disponía del poder requerido extinguió a la raza más malvada que poblaba a la tierra: los Drohm, bestias de cien ojos y cien cuernos que doblegaron a los elfos verdes. Con su visión pudo dar con los ópalos de fuego y desató la masacre. Y deseó atrapar sus esencias vitales transformándolas en árboles, agua y viento. Hizo a las dríadas. Toru intuía que cambiar la naturaleza de algo por otra totalmente distinta iba a despertar una alerta en Aquella Que Sueña Mundos. Por supuesto la mantarraya sintió que algo no correspondía y en lugar de terminar con Toru la condenó a ser la que siente al mundo y la hizo vivir entre sus creaciones. Convirtiéndola en el árbol más alto de la tierra cuyas raíces atravesaban todo el globo. Cada muerte, cada sufrimiento, se canalizaba por ella, aunque también la felicidad y el amor. Los humanos eran quienes más angustia despertaban en ella. Había dejado de llorar hace eones, transformando la pena en odio y el odio infectó a su bosque cambiando nuevamente la naturaleza de las dríadas a una maligna. Una nueva clase de Drohm que esta vez no podía doblegar a nadie porque se les era imposible escapar muy lejos de Toru. Lo que esta diosa nunca tuvo en cuenta, y se los digo yo, es que no todos tienen la culpa de los pecados que llevan a cabo sus pares y entre los Drohm sí hubo seres buenos, que se levantaron contra el rey Astado y tuvieron destinos peores que la muerte, siendo liberados de ellos por Toru en el exterminio. Una de esas almas se trataba de Lael, la dríada del primer árbol que creció en el bosque de Toru.

Ópalos de fuegoWhere stories live. Discover now