Las torres de sangre

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Cuando Nadir luchaba con brío contra los capas negras antes de escapar del abismo, su padre el rey Lafred lo admiró con orgullo. Nunca vio guerrero alguno que blandiera la espada con tanto arte. Vrilinvor se sacudía en el aire ligera como una pluma y mortal como las fauces de una quimera. Nadir iba saltando de roca en roca haciéndole justicia a su lema “aquel que vigila al cielo”, porque para vigilarlo debía volar sin alas igual que la serpiente boreal. Traidor y todo, Lafred estaba emocionado viendo la lucha y al caérsele el ópalo a su hijo del pequeño bolso, la primera cosa que pensó el rey fue en perdonarlo, pero Nadir corrió raudo hacia el desierto de los fuegos fatuos, entonces le gritó.

— Si le arrebatas el ópalo a Bruma te perdonaré la vida. De lo contrario perecerás en el abismo con Terror.

Sí, Lafred no tenía idea de cómo ser padre y ya estaba sopesando que tampoco servía como rey, aunque estaba hasta el cuello con los pactos que hizo, de todos el que más le preocupaba era aquel con Terror. El dios esperaba en las entrañas de su abismo para entrar en acción.

—Has hecho bien, Lafred, rey de los humanos—le dijo a Lafred a través de las almas.

El rey de San Marino miró al ópalo en su mano. ¿Cómo una cosa tan pequeña puede causar tantos estragos? Pensó y en parpadeo mental se le ocurrió que Nadir se dirigiría a las islas flotantes, como hijo suyo iba a encontrar la manera fuere como fuere. Se asustó, no por el otro ópalo, sino por la crueldad de los elfos oscuros, jamás dejaría que un hijo suyo cayera en las tortuosas manos de entes tan malignos. Solo se le ocurrió que el dios Terror podía acceder a Yovenir.

—Tienes que usar tu poder para llegar hasta las islas flotantes, de otra forma nunca tendremos la piedra que falta— desesperó Lafred.

El dios calló unos segundos seguidos por la monumental voz bronca que tenía. Todas las almas hablaron por él al unísono.

—¿Quieres que envíe a mis almas? Lafred, ellas no pueden estar donde no estoy yo.

—¡Entonces ve con ellas! — soltó con mucho arrepentimiento.

—Humano atrevido, ¿quieres ser parte del abismo? No subiré si Bruma no baja.

Algunas historias narradas en los textos más antiguos hablan de que Bruma, el rey astado, bajó un par de veces a buscar elfos oscuros y drohms de las montañas calcinantes que habían quedado en la tierra luego de que Bruma se coronara como rey de ambos pueblos y le pidiera a los ópalos de fuego aislarse de todo pueblo. Ese día en que la tierra se levantó, giró hacia abajo y quedó suspendida en lo que se conoce como Yovenir, las islas invertidas, muchos reyes antes de Lafred. Poca documentación existía acerca de los elfos oscuros bajando a la tierra sobre sus grifos, la más reciente fue cuando esperaron a Tristán en las afueras de Oghs, capital de Dhoust, pero tampoco nadie se atreve a acercarse a ellos. Lafred caviló esto en menos de un segundo, llegando a la conclusión de que lo único que haría bajar a Bruma era una guerra decidida en contra de los humanos. Pero ¿por qué bajar de ese paraíso en el cielo? Se enfadó.

—¿De qué sirve que seamos aliados? —inquirió a Terror sin miedo.

—Te acabas de enterar de que tu hijo es un traidor.

Le quiso decir que no, que Nadir no había traicionado nada, pero sí lo hizo, ante los ojos admirados de Lafred al ver cómo se escapaba de las garras de los capas negras, de todas formas, era un traidor. O nunca entendió bien el peligro que corre la humanidad mientras existan los ópalos y, para los mismos fines, los elfos oscuros. Así que no dijo nada, sacó la daga de sacrificio que su mismo hijo Cenit confeccionó en la forja de Yutenfraim, vio que uno de los heridos estaba a punto de morir, se acercó a él mientras los capas negras le hacían paso, cortó su garganta. Lafred se agarró el grueso cuello manchado de lunas en el que portaba un collar de eslabones rojos donde resaltaba, en medio, la preciosa piedra transparente conocida como espato de calxino, divisora de las hebras del universo, dominante de la hebra de la vida. La alzó, miró a través de ella. Un hilo emergió del cuerpo, de la piedra emanó otro hilo de brillante celeste, delgado cual cabello, ambos se tocaron, tensándose, y se extendieron formando un velo con forma de puerta. Lafred entró después de sus hombres, todos aparecieron en el salón de las voces, ahí donde antes los doce señores de San Marino eran justos con sus condenas y ahora solo había tribulaciones. La alta mesa de piedra estaba desocupada, unas murallas de amarillo potente envolvían al ambiente, a un extremo de la mesa estaba la fuente de los susurros por la que Lafred se comunicaba con Terror, en su interior flotaban almas en pena y, por algún motivo, la fuente estaba descubierta. Allá en una esquina, silenciosa y poderosa, estaba la reina Eco, esperando a su marido. Los capas negras se inclinaron ante ella antes de salir, algunos dejaron un rastro de sangre sobre el piso que Eco miró con detención.

Ópalos de fuegoWhere stories live. Discover now