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Vi a mi tatarabuela con los ojos muy abiertos. Estaba tendida en el campo, observando las estrellas. Los destellos plateados se reflejaban en sus ojos.

—Me gustan las estrellas —dijo—. Por eso te llamas Asterios. Tu madre quería ponerte un nombre más común, pero logré convencerla de que Asterios era perfecto.

Eso ya lo sabía, pero ella siempre lo repetía cuando veía noches especialmente hermosas.

No dejé de verla; tenía la piel tersa, los labios rojos y las caderas pronunciadas.

Ella no parece de este mundo, pensé. Quizá que en alguna vida pasada fue una estrella.

Mi tatarabuela es una ninfa. Ha tenido la misma apariencia juvenil desde que tengo memoria, y así será hasta después de mi muerte. Su descendencia se marchitará, desaparecerá por completo, pero ella seguirá aquí, con su cuerpo desnudo adornado de flores, su largo cabello negro y sus mejillas sonrosadas. Tenía una voz maravillosa y las diosas la apreciaban demasiado, por eso la dejaban vivir en ese campo junto con su amante mortal. Ahí nací, en un lugar de ríos con aguas cristalinas y peces en abundancia, árboles en cada rincón, cuyas frutas eran siempre perfectas. En esa tierra no existía el odio, ni el hambre ni la miseria. Crecí en un paraíso bendecido por dioses, dónde todos los días eran pacíficos.

—Mañana cumples veinte años—dijo mi tatarabuela sin dejar de ver el cielo—. Hay un lugar al que quiero llevarte, está en la cascada más grande.

—Nunca me has dejado ir a la cascada más grande.

Ella se incorporó y me clavó sus ojos oscuros. El brillo de las estrellas seguía en ellos.

—Es porque eras un niño. Todos los hombres de nuestra aldea van a esa cascada hasta que son adultos.

—¿Y qué tiene de especial? Hay muchas cascadas aquí.

Ella caminó hacia mí y besó mi cabeza.

—Eso lo sabrás mañana. Ahora recoge los pescados y volvamos a casa.

Hice lo que me pidió y emprendimos el camino de regreso. Era un viaje de media hora, y a mí no me gustaba caminar mucho. El campo estaba inmerso, podría pasarme horas explorando, mas prefería cuidar de mi jardín y cocinar los jabalíes que cazaban mis hermanos.

Las casas en la aldea estaban hechas de piedra, eran idénticas y estaban muy cerca unas de las otras. Las ninfas y sus familiares se encontraban alrededor de una fogata, comiendo naranjas. Todos voltearon a verme y sonrieron al ver mi saco repleto de pescados. Los preparé con especias que mi madre ya tenía listas, y los ensarté en palos para asarlos en el fuego. Me senté en la fogata y escuché las historias de las ninfas, quienes hablaban de dioses, guerreros y amores prohibidos. Siempre tenían algo que contar. Yo me maravillaba al imaginar esos acontecimientos, y al irme a dormir, soñaba que era una ninfa o un héroe. Esa noche no fue la excepción.

Apenas pude disfrutar ese sueño, pues apenas salió el sol, mi tatarabuela me despertó y me dio una manzana.

—Cómela durante el camino—dijo—. No hay tiempo que perder.

La cascada más grande se encontraba muy lejos, a una hora de camino. Entre bostezos me pregunté qué cosas me esperaban ahí, y si acaso mis hermanos, primos y tíos la visitaban a menudo. Una vez llegamos, contemplé el agua fluyendo y las enormes rocas a los lados. Me parecía un lugar hermoso, pero nunca tuve mucha curiosidad de entrar en él.

—Sígueme—dijo mi acompañante, y atravesó la cascada.

Yo cerré los ojos y entré. El agua me mojó por un instante, pero luego cesó. Confundido, abrí los ojos y me encontré en un campo aún más hermoso que donde vivía; los campos de fresas eran más altos que yo, había flores con los colores del arcoiris y el aire olía a jazmines y rosas.

El primer inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora