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Me desperté cansado y ojeroso. Mi familia me vio con preocupación cuando salí a desayunar, y yo apenas probé la sopa. 
—¿No te fue muy bien con Perséfone ayer?— me preguntó mi madre.
Forcé una sonrisa. 
—Me fue muy bien. No pude dormir de la emoción.
Mi tatarabuela, quien estaba sentada a mi derecha, me entregó un durazno.
—Come aunque sea esto—dijo—. Necesitas energía para cuando vayas con Perséfone. 
Asentí y mordí la fruta. No tenía ganas de comer nada, pero de no hacerlo mis padres me harían más preguntas, y yo terminaría diciendo toda la verdad. Comí el durazno ante la mirada atenta de Iria, y cuando acabé, lancé el hueso a la hoguera. Dije que iría a mi jardín, y me puse de pie para regresar a casa. Antes de disponerme a cuidar mis plantas, pasé a mi habitación y vi la corona de claveles que siempre tenía junto a mi cama. Hice memoria de las manos hábiles de Perséfone haciéndola con tanto cariño. Me pregunté si ella volvería a usar magia como antes, o si su estancia en el Inframundo la hizo perderla. Esperaba que al menos hubiera conservado eso. Fui a mi jardín y pasé horas en él, maravillado de que todas mis flores y árboles regresaron a la vida. 
Puedo sentir la alegría de Deméter al solo contemplar mis rosales, pensé. Espero que Perséfone también, quisiera que fuera la misma de antes. 
Regresé a mi habitación y me vestí con las pieles de venado que usé durante el invierno, también me coloqué la corona de claveles. Salí, y los aldeanos vieron mi ropa sin hacer preguntas. Supuse que Iria les habló de mi cita con Perséfone.
Caminé por el campo hasta llegar a la cascada más grande. Contuve un suspiro al admirar su agua siempre cristalina. Cerré los ojos y la atravesé, esperando lo mejor. Perséfone ya estaba del otro lado, sentada en el suelo con una canasta repleta de fresas. Ella alzó la mirada y me dio un amago de sonrisa. Ella, al igual que yo, estaba vestida; usaba una túnica verde hecha de una tela muy fina que le cubría los brazos, y caía hasta sus pies. Su cabello estaba trenzado, y no había flores en él.
—Hola—me dijo, sonriéndome—. Luces muy hermoso hoy.
Bajé la mirada y vi mi ropa.
—Gracias.
Me senté a su lado guardando cierta distancia. Vi alivio en sus ojos. Ella estiró un brazo y me entregó una fresa grande y jugosa.
—Me alegro de que estés bien—dijo—. Estuve pensando en ti todo el tiempo.
—Yo… yo también.
Comí la fresa despacio. Quería hablar con Perséfone, hacerle mil preguntas, mas sabía que eso la haría sentirse mal. Ella debía sanar completamente primero, y yo no estaba seguro de si eso sería posible.
—Perdóname por pedirte que uses ropa—dijo—. Es solo que… ahora no estoy cómoda con mi desnudez, ni con la tuya.
Iba a preguntarle por qué, pero mejor apreté los labios.
—Tantos meses en el Inframundo me afectaron, allá las cosas son muy diferentes—dijo.
La vaguedad de sus palabras me aguijoneó el corazón. 
—Sé que ya no somos tan cercanos como antes, Asterios. También quiero disculparme por eso.
—No tienes que hacerlo, yo te entiendo—respondí—. Necesitas tiempo para adaptarte.
Ella volvió a sonreír.
—Todo esto es temporal—me aseguró—. Muy pronto estaremos bien, y cuando sea así, quiero que…umm… que hablemos de ciertas cosas.
Me ruboricé. ¿Aún había esperanza para lo nuestro? No podía ser, Hades jamás lo permitiría.
—Me encantaría hablar de eso luego, pero creo que Had…
—Mi vida aquí es solo mía, Hades no puede interferir en ella.
Me estremeció la seguridad de sus palabras. Era verdad; el rey del Inframundo la tenía bajo su control mientras permaneciera en sus dominios, pero en los campos ella recuperaba la libertad que había gozado desde niña.
La miré de soslayo.
—Me alegro mucho de que hayas vuelto—dije.
Ella se puso de pie y dejó la canasta de fresas en el suelo.
—Yo también. ¿Quieres ir por granadas?
Asentí con entusiasmo. Alcé un brazo para tomar su mano, y ella retrocedió al instante.
—Lo… lo siento—me apuré a decir—. Lo hice sin pensar.
Caminamos juntos a dos pasos de distancia, y hubo silencio durante casi la mitad del trayecto.
—Tu madre sí que está feliz—dije—. Nunca había visto al campo tan hermoso.
Perséfone asintió.
—Ahora es mucho más poderosa que antes. Espero algún día poder crear mi propio campo.
—Será aún más bello que este.
Llegamos a los árboles de granada y me senté en un tronco. Perséfone tomó la granada más bella que encontró y me dio la mitad. Permaneció de pie, viéndome fijamente.
—¿Qué comerás de vuelta en casa?—me preguntó.
—Probablemente jabalí asado, o sopa de verduras.
—Suena bien.
La miré a los ojos.
—Puedes venir si quieres. A todos les encantaría verte.
Su rostro se ensombreció.
—Aún no me siento lista para volver a la aldea.
—Cierto, todavía es muy pronto. Discúlpame por haberte dicho eso.
Perséfone miró la mitad de su granada. No había comido ni una sola semilla.
—Quisiera que todo fuera como antes—musitó.
Deseé poder abrazarla y decirle que así sería, que solo necesitaba tiempo. En cambio, me limité a darle una sonrisa y decirle que estaría con ella sin importar qué pasara. Vi sus ojos brillar por las lágrimas incipientes. Ella tomó una semilla de la granada y, muy lentamente, la puso en la palma de mi mano. Solo sentir el roce de su piel fue suficiente para hacerme sentir mejor.
—Ya quiero que volvamos a pertenecernos—dijo.
Volví a casa poco después de que anocheció. Las únicas personas que encontré en la fogata fueron mi madre y un par de ninfas. Las tres charlaban y bebían jugo de arándano. Mi madre me sirvió un vaso, y me incluyó en la conversación sin hacer preguntas sobre mi tarde con Perséfone. Ella siempre fue muy prudente, pero las ninfas no.
—Oye, Asterios—dijo una de ellas—. ¿Qué hiciste hoy con Perséfone?
Casi derramo el jugo sobre mi ropa.
—Eh… pues, comimos granadas y caminamos por el campo.
—¿Y ya?—me cuestionó la otra, notablemente decepcionada. 
Asentí.
—Ella necesita tiempo, y yo se lo daré.
—Eres un buen chico—dijo mi madre—. Muy paciente y muy considerado también, pero no sé si podrás con esto.
—¿Con qué?
—Con tu relación con Perséfone.
La miré con los ojos muy abiertos.
—Claro que puedo. Lo que siento es muy real.
—Y yo no tengo dudas de eso. Quizá en el pasado las cosas entre ustedes hubieran funcionado, pero ahora ella es una mujer casada, y no me gustaría que…
—Perséfone es libre aquí, Hades no puede interferir en su vida en el campo.
—Pero, hijo…
—Ella y yo seremos felices durante el tiempo que podamos estar juntos, a mí no me importa esperarla.
—Vas a sufrir demasiado, más de lo que estás sufriendo ahora.
Quise decirle que se equivocaba, que yo no estaba sufriendo. Pero eso sería mentirle.
Me levanté y dejé el vaso junto a la hoguera.
—Todo este dolor valdrá la pena—dije, y me fui a casa.
Los siguientes días junto a Perséfone fueron idénticos al primero; hablábamos poco y caminábamos mucho. Ella, en vez de abrazarme, ponía una semilla de granada en la palma de mi mano. La ropa me hacia sudar y la distancia de la diosa me dolía, mas podía soportarlo. Muy pronto volveríamos al principio de nuestra relación, desnudos y felices.
Cierto día Perséfone y yo nos sentamos a la orilla de un río para refrescar nuestros pies. Ella vio el agua fluir y me habló un poco sobre el Inframundo: era cálido y oscuro, y el palacio de Hades tenía tantas habitaciones que era muy fácil perderse. El único árbol que había era uno de granadas que el dios había sembrado para ella.
—Era su manera de disculparse conmigo—dijo.
—¿Por raptarte?
Ella negó con la cabeza.
—Por la sangre. Mi sangre—suspiró—. Es dorada, yo no sabía eso…
—¿Qué?
La diosa me clavó sus ojos verdes. Ahora su mirada era tan fría como la de su madre.
—Yo nunca en mi vida había sangrado, hasta que viví con Hades. Él me hizo sangrar.
—¿Do…donde te lastimó?
Los labios de Perséfone comenzaron a temblar. Esta vez dejó que sus lágrimas escaparan.
—No quiero volver allá—gimió—. Quiero quedarme aquí con mamá y contigo para siempre…
Ella abrió sus brazos y yo, lentamente, me acerqué y la abracé. Perséfone sollozó contra mi pecho y yo no tardé en llorar junto a ella. Hades la había roto, y jamás volvería a ser la misma. Estuve en vela esa noche, viendo el techo de mi habitación, con la corona de claveles eternos en mis manos.
Aquel medio año transcurrió muy rápido, y no hubo ningún progreso en mi relación con Perséfone. Llegó nuestra última tarde juntos antes de que volviera al palacio de Hades.
Era un día ligeramente frío, pues Deméter apenas estaba asimilando la inminente partida de su hija. Perséfone, con su vestido verde y cabello trenzado, contemplaba los naranjos sentada frente a mí.
—Hay algo que debo decirte—musitó.
Volteé a verla con lágrimas en los ojos.
—¿De qué se trata?—pregunté con la voz quebrada.
—El año que viene no volveré a este campo.
Me estremecí.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Acaso Hades…?
Ella negó con la cabeza.
—Esta es una decisión que tomé yo misma. Tú y yo nunca podremos ser algo más, Asterios. Ya no puedo disfrutar tu compañía como antes, además, me guste o no, ahora la mitad de mi vida le pertenece a Hades. Eso es algo que nunca podré cambiar.
—P-Pero… yo puedo esperarte, no tienes que alejarte así.
—Mereces paz y felicidad. Te amo, y te he amado desde hace mucho tiempo, pero estoy dañada y no quiero que sigas sufriendo.
La tomé de las manos.
—Yo también te amo. Por favor regresa el siguiente año, quiero que nosotros…
—Lo mejor es que ya no nos veamos. Tú volverás a ser feliz algún día, estoy segura.
Ella besó mi frente. Mi rostro ardía, y no podía dejar de temblar. Ella, en cambio, estaba tranquila.
—Nunca dejaré de amarte, Asterios. Gracias por todo.
Ella se puso de pie y me dio la espalda. Yo me quedé arrodillado, gimiendo su nombre y rogándole que volviera. A lo lejos apareció Deméter, quién me veía con pena. Perséfone caminó hacia ella sin mirar atrás, dejándome hecho pedazos. La vi reunirse con su madre y alejarse aún más, hasta desaparecer entre los árboles.
A pesar de todo, la esperé el siguiente año, y después el otro. Comía poco y mi jardin murió lentamente. Al quinto año acepté que mi amada jamás regresaría, y el paraíso donde nací y crecí comenzó a parecerme sombrío. No soportaba seguir ahí. Les dije a mis padres y a mi tatarabuela que me iría al mundo de los mortales. Los tres intentaron detenerme, diciéndome que era un lugar horrible, pero abandoné la aldea de todos modos. La belleza y el encanto que yo poseía gracias a mi sangre de ninfa, me ayudó a conseguir un empleo en una tienda de víveres, y me mudé a una casita modesta donde vivo hasta el día de hoy, veinte años después.
Me recuerdo joven y triste, preguntándome cada noche cuándo olvidaré a Perséfone. Eso nunca pasó, ella sigue en mi mente, y nunca se irá. Rememoro su rostro terso y grandes ojos verdes, el brillo de su mirada antes del rapto. La recuerdo hermosa, desnuda y libre. Me recuerdo curioso y fascinado. Pienso en nosotros cuando creíamos que la primavera sería eterna, no en lo que nos convertimos después.
Ahí, en los confines de mi mente, Perséfone y yo volvimos a pertenecernos.

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