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Cuando menos me di cuenta, ya era mi cumpleaños veintiuno. El clima seguía siendo hostil, y en todos esos meses no volví a cruzar la cascada más grande. Iria la visitaba un par de veces por semana para ir al campo de Apolo, y charlaba con sus ninfas. Ellas le decían que cientos de humanos morían diariamente a causa del invierno perpetuo, y que todos en el Olimpo estaban preocupados, pues muy pronto se quedarían sin mortales para venerarlos.
—Los humanos de la aldea han podido sobrevivir gracias a su sangre de ninfa—me dijo Iria, mientras pelaba manzanas frente a la hoguera—. Pero los mortales puros son mucho más frágiles. Si pasa una semana más ya no quedará ninguno.
—¿Y qué hará Zeus al respecto? ¿Creés que por fin ayude a Deméter?
—Envió a Hermes al inframundo para que le diera un mensaje a Hades. Quiere reunirse con él y Deméter para llegar a un acuerdo.
—No creo que Hades lo acepte.
—Quién sabe, solo nos queda esperar.
Me tendió un trozo de manzana.
—Gracias—respondí, para luego comerlo en dos bocados.
Espero que Hades entre en razón y la deje volver a casa, dije para mis adentros. Ya la tuvo para él demasiado tiempo. Quién sabe qué cosas horribles le hizo.
Todos esos días vi a los niños de la aldea acostumbrarse al frío; ellos reían, jugaban con la nieve y atrapaban copos de nieve. Algunos de ellos se acercaban a mi madre y tías para aprender las cientos de formas en las que se puede cocinar una manzana. Mis hermanos, por su parte, ya eran esposos y padres. Eran felices, algo que antes creía imposible. Un día, mientras cosía mi ropa de piel de venado, me percaté de que yo también me había acostumbrado al invierno. Todavía extrañaba andar desnudo por el campo, pescar y cuidar de mis flores, pero mi vida actual no era tan mala. ¿Entonces por qué no lograba ser feliz como los demás? ¿Por qué me costaba tanto sonreír? La respuesta era obvia, y me hería a mí mismo con ella; recordaba el largo cabello de Perséfone, sus dedos mágicos haciendo crecer los claveles, lo bella que lucía bailando, y cómo le brillaban los ojos al admirar la aldea. Yo siempre terminaba llorando en mi habitación, sintiéndome roto e insignificante.
Una mañana desperté tras haber soñado con la cascada más grande. En mi sueño la atravesé, y me encontré con Perséfone del otro lado. Era un hermoso día soleado, y mi cuerpo estaba muy cálido. Esa sensación permaneció después de que abrí los ojos, y me di cuenta de que sudaba ligeramente. Perplejo, me despojé de mi ropa y salí de casa. Los rayos del sol me acariciaron, y parpadeé varias veces para enfocar mi vista. Todo lo que amaba de mi paraíso había vuelto; los árboles, la hierba, los ríos cristalinos y todas las flores. El cielo nunca había sido tan azul. ¿Aún estoy soñando?, me pregunté. Mi familia salió y los vi sonrientes, con los ojos lacrimosos. Las demás familias exploraron los alrededores como si visitaran ese campo por primera vez, y yo, tras sonreír a mis padres, fui por mi lanza y corrí al río más cercano. Los chicos de mi edad ya estaban ahí, asombrados por la abundancia de peces. Cuando volvimos a la aldea la hoguera ya estaba encendida, y habían canastas rellenas de fruta alrededor de ella. Los aldeanos comían una fresa tras otra. Mi tatarabuela estaba con ellos, disfrutando de moras azules. Su rostro se iluminó cuando me vio. Me senté junto a ella y las mujeres me trajeron cuchillos y especias para el pescado. Les di las gracias y puse manos a la obra. Ya que terminé, empalé los pescados y los puse en el fuego. Los admiré con una sonrisa.
—Perséfone está de vuelta—dije.
Iria rodeó mis hombros con su brazo.
—Y ya nunca se irá—respondió.

El primer inviernoWhere stories live. Discover now