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Me acosté bajo el árbol y admiré el cielo. Me pregunté si el dios que se llevó a Perséfone vivía arriba y ahora ella estaba ahí, rodeada de estrellas. O tal vez se encontraba en el fondo del océano, o en lo alto de una montaña. La imaginé en cientos de escenarios distintos, y los párpados no tardaron en pesarme. No sé en qué momento me quedé dormido. Cuando volví a abrir los ojos, ya era mediodía y mi tatarabuela estaba de pie frente a mí, sosteniendo un pescado y un vaso con agua.

—Hasta que por fin despiertas—dijo con preocupación.

Se sentó junto a mí y me dio la comida y el agua.

—Sé que estás pasando por algo muy duro, pero tienes que comer.

—Gracias por la comida, abuela—respondí—. ¿Cómo están las demás ninfas? ¿Han habido noticias sobre el paradero de Perséfone?

Mi tatarabuela bajó la mirada.

—Deméter reunió a todas las ninfas que estuvieron con Perséfone y contigo ayer. Ninguna de ellas pudo ver quién se la llevó. Deméter estaba destrozada, nunca la había visto tan mal. Les gritó por qué no protegieron a su hija. Kyveli le respondió que tenían mucho miedo, y entonces Deméter…

Iria se cubrió el rostro. Estaba esforzándose demasiado en contener sus lágrimas.

—¿Qué hizo?—le pregunté con suavidad.

—Las convirtió en margaritas. A todas. Solo quedamos Eleni y yo.

Me estremecí. Yo había crecido rodeado de ninfas, conviví y jugué con ellas por tardes enteras. Esas ninfas eran madres y abuelas en muchas familias de la aldea. Y ahora nunca iban a volver.

Si mi tatarabuela hubiera jugado con nosotros ayer, pensé, ahora mismo, ella…

Saboreé la sal de mis lágrimas muriendo en mis labios. Dejé mi comida y agua a un lado y abracé a Iria. Ella sollozó contra mi hombro. Era la primera vez que la veía así. Mi tatarabuela había perdido a casi todas sus amigas en un abrir y cerrar de ojos, y yo a las mujeres que me vieron crecer y me enseñaron a cuidar de los árboles y las flores. Ambos nos quedamos así por un rato, y cuando Iria se separó de mi, me dijo:

—Come, por favor. No quiero que te enfermes.

Ella forzó una sonrisa. Asentí y comí ante su mirada triste. Una vez terminé nos fuimos a la fogata donde los aldeanos almorzaban con la mirada perdida, y en total silencio. Eleni, quien estaba con ellos, se puso de pie al vernos y se acercó a nosotros.

—Estuve en el campo de Apolo hace unas horas—dijo—. Sus ninfas me dijeron que Deméter se fue al Olimpo a pedir ayuda para encontrar a Perséfone.

—¡Esas son muy buenas noticias!—exclamó Iria, recuperando un poco del brillo en sus ojos—. Con la ayuda de todos esos dioses podrán encontrar al responsable y a Perséfone en muy poco tiempo.

Así que hay algo de esperanza, dije para mis adentros. Puede que Perséfone regrese a casa pronto.

Pasé la siguiente semana tratando de encontrar un poco de alegría y sosiego en mi rutina; todos los días me levantaba temprano, salía a pescar, desayunaba en la fogata y luego me iba a mi jardín. a veces cocinaba los jabalíes que traían mis hermanos, o pasaba la tarde comiendo frutas con mi tatarabuela. Por más que intentaba no podía estar tranquilo. Seguía pensando en Perséfone, en lo mucho que estaba sufriendo mientras yo nadaba en los ríos o cuidaba mis claveles. Cada vez que veía mis margaritas recordaba que las ninfas se habían ido, que muchos niños de mi aldea ahora eran huérfanos y que ya nadie sonreía. Una vez caía la noche, me iba a mi cuarto y contemplaba la corona de flores que Perséfone hizo para mí. Entonces lloraba hasta quedarme dormido.

El primer inviernoWhere stories live. Discover now