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A la mañana siguiente, mi madre me despertó más temprano de lo habitual.

—Mamá, apenas está saliendo él sol—musité tras soltar un quejido—. ¿Me puedes dar aunque sea quince minutos más?

—Tienes visita—respondió ella, sonriéndome.

Me froté los ojos y la vi con más claridad. Estaba radiante.

—¿Visita…?

Salí de casa y me encontré con Perséfone, quien hablaba muy entusiasmada con los aldeanos y las ninfas. En cuanto me vio corrió hacia mí y me abrazó.

—Mentiroso, dijiste que este campo era menos bello que el mío.

Sonreí y correspondí el abrazo.

—Es que así es.

—¡No es verdad! Este es uno de los lugares más hermosos que he visto, ¡me fascinan las casas! Y la gente es muy amable.

—Me alegro de que te guste. No pensé que vendrías.

La diosa se separó de mí con suavidad.

—Te dije que me gustaría ver tu jardín.

—Me encantaría mostrárselo. ¿Quieres desayunar primero? Uh… ¿las diosas desayunan?

—No necesitamos comer, pero disfrutamos hacerlo.

—Eso es genial. Iré por pescado, umm… ¿las diosas comen pescado?

—Pues…—Perséfone desvió la mirada—. Yo solo como frutas, verduras y legumbres. Me gustaría probar carne alguna vez.

Abrí los ojos a toda su expresión.

—¿En serio nunca has comido carne?

Ella negó con la cabeza.

—Creo que te va a gustar mucho.

Un rato después, ambos estábamos dentro de mi casa.

Perséfone miró con total atención cómo preparaba el pescado. Había asombro en sus ojos, como si fuera testigo de una magia superior a la suya.

—Me gusta mucho tu casa—dijo, tamborileando los dedos en la mesa principal—. Es cálida y huele muy bien.

Dejé de empalar los pescados por un momento y le dediqué una sonrisa.

—Se vive muy bien aquí, los dioses han sido muy generosos con nosotros. Digo… solo somos simples mortales…

—No son simples mortales. Desciendes de una ninfa, Asterios, hay sangre de dios en tus venas.

Mi sonrisa se ensanchó.

—Tengo un par de gotas.

—¡Un par de gotas muy grandes!

Me reí.

—Sí, del tamaño de semillas de granada—ensarté él último pescado y tomé los demás palos—. Ya están listos, vamos a la hoguera.

La diosa asintió y salimos a cocinar la comida. Casi todos los aldeanos estaban ahí, charlando. Voltearon a vernos casi al mismo tiempo cuando nos sentamos juntos a esperar. Me pregunté qué estaban pensando, tal vez que nos veíamos muy bien juntos, o que jamás esperaron que Perséfone vendría. Ella no dejó de ver los pescados en el fuego, y esbozó una gran sonrisa cuando le entregué el suyo. Miró de soslayo cómo mordí el costado del mío, y me imitó.

—¿Qué te parece?—le pregunté después de terminar el primer bocado.

Perséfone masticó y tragó muy despacio. Sus ojos brillaban. Abrió la boca para decir algo, pero a los pocos segundos volvió a morder el pescado. Esta vez no se detuvo hasta comer toda la carne que tenía. Admiró las espinas por un momento y entonces, por fin habló:

El primer inviernoWhere stories live. Discover now