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Aquella noche dormí muy poco a causa de la emoción. A la hora del desayuno le conté a mi familia que jugaría a las escondidas con Perséfone y las ninfas, y mi tatarabuela me miró con una ceja levantada.
—Yo no jugaré. Me iré con Eleni al campo de Apolo—dijo.
—¿No te gusta jugar a las escondidas?
—Me gusta mucho, pero siempre soy la primera a la que atrapan. No quiero ser humillada hoy.
—Si sigues jugando aprenderás a esconderte mejor.
Iria me dio un amago de sonrisa.
—Tengo más de mil años de edad. Soy un caso perdido.
Le regresé la sonrisa.
Una vez terminé de comer, me despedí de todos y fui a la cascada más grande. La atravesé y miré alrededor. El día era tan bello y soleado como siempre. 
¿Cuál sería un buen lugar para esconderme?, pensé.
Descarté los arbustos de fresas, era un sitio demasiado obvio. Corrí hacia los árboles de hojas más tupidas y escalé uno de ellos, pero me encontré a varias ninfas en sus ramas.
—Más suerte para la próxima—susurró una de ellas—. Te quedan unos diez minutos.
Bajé de un salto. Pensé en trepar otro árbol, pero supuse que ya los habían ocupado todos. Caminé sin rumbo un tanto ansioso hasta toparme con una piedra. Era bastante grande. La rodeé y vi a dos ninfas acuclilladas detrás de ella. Ambas me sonrieron y yo contuve un suspiro. Debía apurarme si no quería ser el primero al que encontraran.
Me dirigí a los ríos y recordé que había una pequeña cueva muy cerca de ahí. Probablemente ya habían ninfas en ella, pero me estaba quedando sin tiempo y debía ocultarme.
Una vez adentro, sonreí al ver que no había nadie. Era un lugar bastante retirado, así que Perséfone tardaría en encontrarme. Me arrodillé en el suelo y maté el tiempo divagando en mi mente. Recordé la primera vez que Perséfone me miró a los ojos. Estaba escondido, el arbusto era un lugar muy bueno, pero lo arruiné. Fue el error más hermoso que había cometido en toda mi vida. 
La diosa y yo éramos muy cercanos, y sabía que tarde o temprano nos convertiríamos en amantes. Yo quería dar el primer paso. Estaba seguro de que Perséfone sentía lo mismo que yo; sus ojos y sus palabras la delataban. Solo debíamos ser honestos el uno con él otro, y después hablar con nuestras respectivas familias. Quizá Deméter se molestaría al principio, mas yo sabía que su hija sería capaz de convencerla.
Sonreí, imaginándome nadando en un lago con Perséfone, tomados de la mano. Nos vi saliendo a la superficie, y después ella acercando su rostro al mío para…
Contuve un suspiro. Si en verdad quería hacer eso realidad, primero debía hablar con ella. Eso no sería difícil, pues teníamos muy buena comunicación.
—¿Por qué no consideré ser amante de Perséfone antes?— pensé en voz alta—. ¿Por qué mis intentos para decirle que la amo fueron tan débiles?
Tal vez porque en ese entonces no estaba seguro de mis sentimientos, y por lo tanto no era momento de expresarlos. Antes de ser amantes Perséfone y yo debíamos acercarnos, pasar tiempo juntos y conocernos. Así despertamos emociones tan profundas.
—En cuanto acabe este juego le diré lo que siento.
No había ni un ápice de duda en mi voz. Me sentía tranquilo y seguro, ese día era el indicado para que diéramos el siguiente paso.
Pensé en asomarme al exterior para ver si ella estaba cerca. Ya no me importaba ser el primero que encontrara.
En cuanto me puse de pie todo a mi alrededor se sacudió y caí hacia atrás. Mi cabeza se impactó contra el suelo, pero no sufrí ninguna herida. Me incorporé perplejo, la cueva seguía temblando. Salí de ella gateando y me encontré con una densa niebla. No podía ver nada. La tierra temblaba ligeramente, y cuando se detuvo esperé a que la niebla se dispersara, pero seguía ahí.
—¿Q-Que está pasando?—dije con la voz quebrada—. ¡Perséfone! ¿Dónde estás?
Escuché a las ninfas gritar mi nombre y el de ella.
—¡Aquí estoy!—exclamé corriendo a ciegas.
No tardé en tropezarme con un tronco, y noté que ahora era mi cuerpo el que temblaba. Me abracé a mí mismo, y pensé en una posible explicación para todo esto. ¿Y si Perséfone hizo enojar a su madre? Quizá no tenía permitido jugar a las escondidas, o se saltó una de sus lecciones de magia. No, no podía ser eso. Deméter era una madre y maestra muy disciplinada, pero trataba a su hija con calidez y delicadeza.
Seguí corriendo y llamando a Perséfone. Entonces, por fin, la escuché gritar mi nombre y el de algunas ninfas. Miré alrededor, aunque sabía que era inútil.
—¡Perséfone!—grité—. ¡¿Dónde estás?!
—¡Asterios!—respondió—. Estoy… ¡No, suéltame! ¿Qué es lo que tú…? ¡No! ¡Nooooo! ¡Déjame ir! ¡SUÉLTAME!
—¡¿Perséfone?!—gemí—. ¡Perséfone!
Ella solo gritaba que la soltaran. Traté de seguir su voz, y en cuanto sentí que estaba cerca, la tierra volvió a sacudirse, haciéndome caer de rodillas. Me incorporé de inmediato para continuar buscando a la diosa, pero ella había dejado de gritar. El suelo cesó de temblar, y esta vez la niebla se dispersó poco a poco. Parpadeé para espantar mis lágrimas incipientes.
—¿Perséfone? ¿Dónde estás?
Dos ninfas, Dareia y Kyveli, emergieron de un río y se acercaron a mí. Me rodearon con sus brazos. Estaban muy frías.
—¿Qué fue eso?—les pregunté.
—La furia de un dios o una diosa—respondió Dareia—. Quién sabe por qué se molestó con Perséfone.
—¿Por qué no salieron a ayudarla?
Dareia besó mi cabeza.
—No hubieramos podido salvarla. Somos deidades menores, y tú eres un mortal. Fue muy peligroso que salieras de tu escondite, ese dios o diosa pudo haberte matado, o algo peor.
—No entiendo por qué se la llevó. Perséfone sería incapaz de hacerle algo malo a alguien, ni siquiera causarle un disgusto.
—Puede que se la llevara por envidia. Los dioses son seres muy pasionales—respondió Kyveli.
—Perséfone estará bien—me aseguró Dareia—. No importa cuánto la torture, no puede matarla.
Saber eso no me tranquilizaba, de hecho todo lo contrario.
—Deméter no tardará en encontrarla—dijo Kyveli—. Es una mujer muy inteligente y tenaz.
Alcé la mirada.
—Yo iré con ella a buscar a Perséfone—dije.
—Deméter no lo permitirá. Además, si lo hiciera, tarde o temprano acabarías muriendo.
Las vi a los ojos. Dareia y Kyveli también lloraban, pero a diferencia de mí, ella aún mantenían la calma.
—Lo mejor que puedes hacer ahora es volver a la aldea y esperar—dijo Dareia.
Ambas me acompañaron de regreso a casa. Llegamos y mi familia, al ver mi rostro pálido y ojos lagrimosos, me hizo miles de preguntas. Las ninfas me dijeron que ellas se encargarían de poner al tanto a los demás sobre lo que pasó. Les di las gracias y me fui a mi habitación. Me acosté, pero no dormí. Recordé una y otra vez los gritos desgarradores de Perséfone. ¿Dónde se encontraría ahora? ¿Qué le estarían haciendo?
De solo imaginarlo volvía a sollozar. 
No pude hacer nada para salvarla, pensé. Soy débil. De haberme enfrentado a ese dios hubiera muerto en cuestión de segundos.
Jamás en mi vida me había sentido tan insignificante. Tal y como dijeron las ninfas, lo único que podía hacer era esperar a que Démeter encontrara a su hija. 
Lloré hasta que anocheció, y, mientras todos dormían, salí a mi jardín y contemplé el imponente manzano plateado.
—Espero que te encuentren muy pronto, Perséfone—dije—. Rezaré para que así sea.

El primer inviernoTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang