13. Puerta

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23 de marzo de 1950:

Cuando mi hija Demencia era pequeña, solía llevarla de la mano a la escuela por todo el tranvía abandonado que pasaba por las colinas donde los campestres recogían nopales. Ahora que mi hija menor ha cumplido edad suficiente para ir a la escuela, no he vuelto a cometer ese error, aunque a veces la he escuchado llorar en brazos del doctor preguntando por mí.

No lo soporto. El paso del tiempo, me refiero. Y el doctor tampoco; no en un sentido de aburrimiento existencial, sino en un periodo de vanidades inmundas e historias lacrimógenas sobre hijas que crecen, se casan y abandonan el hogar. Son tan extrañas esas criaturas llamadas humanos, que casi envidio su capacidad de conmoverse tanto por tan poco.

Esta mañana durante el desayuno lo he visto ponerse una capa de crema lechuga bajo los ojos y en las mejillas. Es el tipo de cosas que le cuento a mi hermano para asegurarme de que no he perdido la razón y sigo viviendo dentro del mismo mundo donde me crio mi padre.

El mundo se me hace tan somero últimamente. Miro a mis alrededores, a los jóvenes que pasean de la mano y entran a los bares, a las madres que sostienen a sus hijos cerca del pecho, escucho la música que llega desde el teatro principal y se siente como un escenario de porcelana, pulido, pintado para admirarse, pero no realmente para vivir, con todo y las tontas pecas falsas pintadas y el aroma del agua de rosas que a mí me parece insoportable. Los antiguos palacios que alguna vez visité, toscos, de orfebrería en la cantera labrada con primor a manos desnudas de aspirantes a artistas de azulejos, se transformaron en torres de concreto y cristal, pulidos, cuadrados. Cajones con huecos.

Los días más entretenidos que he tenido han sido los veranos, cuando las personas buscan la sombra techada de las paradas del autobús y sonríen falsamente para disimular el maquillaje que el sudor les deslava del rostro, o cuando las cocinas económicas del zócalo sacan sus menús completos para los hambrientos obreros que cantan y beben en apretadas mesas forradas de hule.

Todo eso se lo contaba al doctor hoy, él solo se reía en silencio y negaba con la cabeza, habiendo vivido un tiempo muy diferente del mío. Le pedí que me dejara ver su rostro, debajo de los caros cosméticos (que yo cometo el error de comprar) con los que cubre sus cicatrices.

La verdad es que me gustan más los humanos que cantan los anuncios de la radio, que usan mi piano para tocar a mis hijas canciones de Francisco Soler, que compran en los estanquillos llaveros de hule y se emocionan en secreto por esas baratijas. Me gustó el mundo que no tenía un guion prescrito impreso cada mañana a toda plana en las revistas, el mundo en el que podía andar libremente.

Me agradan más los humanos como él, con los que puedo compartir el pasado y también el futuro a la vez.

1950- PAPERHAT (Historia Corta)Where stories live. Discover now