Capítulo 7- Una pizca de tristeza

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La agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Federico García Lorca.


Tuvo la sensación de que se le caía el alma a los pies

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Tuvo la sensación de que se le caía el alma a los pies. 

Las rodillas le empezaron a temblar. 

Vio que su ceja derecha se enarcaba ligeramente hasta que casi desapareció bajo el mechón de pelo dorado que le caía sobre la frente. Tenía los labios fruncidos.

—¡Es Su Alteza Real, el príncipe George! —susurró su tía Pauline con entusiasmo en su oído. Sin embargo, en esa ocasión, Cassandra no necesitaba presentaciones para identificar al hombre que había capturado la atención de todos en el salón. El ambiente pareció congelarse en el tiempo ante su presencia.

Estaban en el Palacio de Buckingham. Pero no era habitual que los príncipes hicieran acto de presencia en el salón de baile de las debutantes y, mucho menos cuando Su Majestad la Reina Victoria ya se había retirado. La altanera expresión en el rostro de George era idéntica a la que Cassandra tenía grabada en su memoria. ¿Cómo podría olvidarla? Aquel semblante y sus austeras muecas habían sido recurrentes en sus sueños. 

Sin embargo, esa vez, lo que lo distinguía del año pasado era el impecable uniforme militar que portaba. Su chaqué rojo, exquisitamente planchado, irradiaba elegancia. Una elegancia que capturaba a la perfección el orgullo y la disciplina que caracterizaban el ejército inglés. Los botones brillaban, al igual que sus charreteras, doradas. El cuello alto de su chaqueta se erguía con dignidad, enmarcando su rostro con una autoridad innegable. Los pantalones ajustados, en contraste con su porte marcial, trazaban una línea nítida hasta las botas negras, las cuales brillaban impecables y pulidas en cada detalle. Con elegancia, sostenía el gorro de visera bajo su brazo, dejando al descubierto un cabello meticulosamente peinado y las características que formaban su semblante, una combinación equilibrada entre firmeza y experiencia.

El príncipe George supuraba honor por cada poro de su piel, por cada línea bien planchada de su ropa y por cada mechón de su pelo dorado. Nadie, jamás, se hubiera atrevido a contradecirlo o a decir algo malintencionado de su persona. Y él lo sabía. Por eso, se adentró en el salón como si todos los demás presentes no fueran más que míseros mosquitos, parásitos a los que él protegía en el campo de batalla, pero no porque les importara lo más mínimo sus vidas insustanciales y ociosas. No, sino por el deber, por su obligación como miembro de la familia real británica y, sobre todo, por Su Majestad la Reina Victoria. Él libraba las más feroces de las batallas por el honor de Inglaterra y él mismo se había convertido en la figura personificada del mismo. 

Las damas dejaron escapar suspiros admirativos mientras él avanzaba. Los hombres, reconociendo la inevitable derrota, inclinaron sus cabezas en un gesto de reconocimiento. Y Cassandra, oh Cassandra, simplemente lo contempló mientras él parecía ajeno a su presencia. 

El Diario de una CortesanaWhere stories live. Discover now