Capítulo 8- Una pizca de dolor

926 222 33
                                    

El gusto está hecho de mil repulsiones.

Paul Valéry.

Mortal.

Cassandra alzó la vista hacia el príncipe George como si la hubieran azotado con un látigo empapado con veneno mortal. Un veneno que la obligaba a temblar y a desmoronarse por dentro mientras tenía y albergaba la certeza de que iba a morir en cualquier instante. 

La voz de George, rica y profunda como en sus memorias, se deslizó hasta sus oídos y luego se adentró en su ser. Y, a pesar de que Cassandra sentía un profundo desprecio por todo lo que aquel hombre representaba y por las emociones que despertaba en ella, no pudo reemplazar el pesar en sus ojos con enojo ni indignación. Sin duda, deseó encolerizarse con su tía por haber traído al "príncipe altivo" a su encuentro. Ciertamente, anheló con todas sus fuerzas detestar al "hombre metálico" que la observaba con una intensidad penetrante, analizándola minuciosamente.

Ah, pero en ese instante, lo que más deseaba, por encima de todo lo demás, era poder regresar a casa sin complicaciones, y permitirse llorar por la ausencia de su madre una vez más. No obstante, había decidido que esa noche sería la última vez que se permitiría llorar por ese motivo. Debía no, necesitaba relegar a Johanna Colligan a un rincón de su mente mientras sus recuerdos le provocaran dolor. Ya habría tiempo para pensar en ella cuando pudiera hacerlo con una sonrisa en los labios.

El príncipe George le tendió la mano, con la palma hacia abajo. Iban a bailar una contradanza con más parejas. Gracias a Dios, no les había tocado el temible vals. Un baile que Cassandra no había bailado todavía con nadie y que no tenía intenciones de hacerlo por la proximidad e intimidad que este requería. 

Estuvo tentada de tirar el abanico al suelo para hacerle saber cuánto lo odiaba. Pero, en su lugar, colgó el abanico de su muñeca izquierda y, con la derecha, colocó su mano sobre el dorso de la suya. 

Su primer contacto.

Cassandra tuvo la impresión de que un sinfín de mariposas empezaban a revoletear por su estómago. ¿Sería por los nervios?  Lo miró de reojo, para ver si él estaba sintiendo lo mismo que ella. Pero solo se encontró con el mismo rostro impertérrito y sus ojos de color bronce fríos. Era ella, en su inexperiencia y su juventud, la única que estaba nerviosa en esa situación. Era impensable que alguien como el príncipe George pudiera sentir inquietud y lo odió un poco más por ello: por ser tan frío cuando ella solo podía arder. 

A George le habría agradado que la tierra se abriera en dos y lo engullera. No era un buen bailarín. Su experiencia en los salones de baile era del todo limitada. Sabía sobre baile lo mismo que sabía de literatura o poesía, casi nada. Era capaz de desarrollar los pasos puesto que había sido instruido por los mejores maestros de Inglaterra, los cuales, por supuesto, también le habían enseñado baile, pero estaba nervioso. Y no solo por tener que bailar, sino por todo lo que lady Colligan despertaba en él. El roce de su mano fina y elegante sobre la suya, robusta y curtida por las guerras, despertó en él un deseo irrefrenable; algo casi salvaje. Y él no estaba familiarizado con la incapacidad de dominar sus emociones; de hecho, no estaba acostumbrado a ceder el control en asuntos que estuvieran en sus manos.

El Diario de una CortesanaWhere stories live. Discover now