Capítulo 16- Rompiendo cadenas

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En la guerra como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca.

Napoleón I.


El viento frío de la noche cortaba como un cuchillo a través del abrigo de lana rojo del Coronel George mientras se encontraba en pleno campo de batalla, en medio de la cruenta guerra en China. El ruido constante de cañones y fusiles resonaba en sus oídos como un sombrío recordatorio de la brutalidad de la batalla que se libraba contra el general Ye Micheng y sus tropas de la dinastía Qing.

La escena que contemplaba le resultaba desgraciadamente familiar. La densa humareda, causada por la artillería pesada y la multitud de mosquetes y rifles de ambos ejércitos, comenzaba a disiparse, revelando cómo las tropas británicas y sus aliados consolidaban sus posiciones en Guangzhou.

 Iban ganando y la bandera británica ondeaba con orgullo en el cielo, junto a la francesa. Y con él al frente, junto a otros líderes.  

El general Ye Micheng apenas tenía posibilidades contra los barcos que lanzaban fuego contra la ciudad y el ejército terrestre que les impedía concentrarse en la misión de derrotar la flota extranjera. Los chinos luchaban con valentía y perseverancia. Pero no tenían la estrategia militar necesaria, ni la preparación militar suficiente para hacer frente a los invasores europeos.

 Y el Imperio Británico era imparable. 

—Tenemos más cañones, mejor estrategia. No consigo entender por qué siguen luchando —comentó su teniente coronel y buen amigo, Lord Archie Londonderry, siempre a su lado. 

—Quizás la guerra no se libre solo en el campo de batalla, teniente coronel —contestó George, mientras el fuego ardía a su alrededor y los cuerpos enemigos se amontonaban al frente. Habían arrasado varias aldeas hasta llegar allí. Y aunque habían perdonado la vida a muchos civiles, las bajas en el bando chino eran innumerables. 

Lord Londonderry asintió con comprensión, sin decir nada, a lomos de su montura. 

 George había descubierto, recientemente, que en el corazón humano a menudo anidaban razones tan poderosas que desafiaban cualquier explicación lógica. Sino, ¿cómo había sido capaz de tomar a Cassandra, de hacerla suya? No había ninguna explicación razonable para ello, pero había ocurrido. 

En las noches de insomnio, entre trincheras y campamentos, había pensado en ella mucho más de lo que le habría gustado. Y no solo en un sentido puramente físico, aunque a veces eso también acontecía, sino en un nivel mucho más profundo. La obsesión que había empezado a experimentar el año pasado se había vuelto más intensa, llevándolo a sentir una creciente preocupación y una angustia genuina en su corazón por su bienestar. ¿Estaba bien? ¿Estaba pensando en él? ¿Habría recibido algún tipo de castigo por parte de su padre? ¿Seguía sus pasos en las páginas de los periódicos, buscando noticias de él y de la guerra que estaba librando? 

No había recibido ninguna carta de su hermana. Por lo que debía suponer que no había habido ningún tipo de consecuencia después de lo ocurrido.

—Ríndase —exigió el General del Ejército Británico al General Ye Micheng, una vez hubieron cruzado la ciudad, convertida en piedras y polvo. 

—Aquí hay algo extraño, General Elgin —comentó el príncipe George, observando al General chino demasiado tranquilo, sentado sobre algo que no acababa de distinguir. 

Fue la mirada del General Ye Micheng sobre el príncipe George, a pesar de la multitud que los rodeaba, lo que le confirmó sus sospechas. No obstante, no hubo tiempo de maniobrar antes de que el General se explosionara junto a barios barriles de pólvora y todos volaran por los aires. 

El Diario de una CortesanaWhere stories live. Discover now