𝟏𝟎. 𝐄𝐥 𝐞𝐧𝐟𝐫𝐞𝐧𝐭𝐚𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨

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Bajo el manto estrellado de la noche, Nettles se deslizaba con cautela por los pasillos oscuros y silenciosos del castillo de Rocadragón. Cada paso era calculado, cada suspiro contenía la esencia de la discreción. La oscuridad envolvía su figura como un velo protector, mientras sus pies descalzos se movían con una familiaridad que solo la soledad de la noche podía brindar.

El cielo nocturno estaba teñido de tonos oscuros y profundos, salpicado de estrellas que titilaban como pequeños destellos de esperanza en la oscuridad. La luna, en su fase menguante, derramaba una luz tenue sobre el paisaje, resaltando las sombras y añadiendo un aire misterioso a la escena.

Los susurros del viento acariciaban su piel, llevando consigo el aroma salado del mar cercano. El suave susurro de las olas rompiendo contra las rocas se mezclaba con el murmullo del viento, creando una sinfonía suave y reconfortante que acompañaba su camino.

Nettles avanzó con paso seguro hacia una cueva oculta entre las murallas de piedra de una imponente montaña. La entrada estaba cubierta por enredaderas y sombras, como si el propio lugar quisiera mantener su secreto guardado. Pero para Nettles, aquel rincón se había convertido en un refugio, un santuario donde podía encontrar la paz que tanto anhelaba.

Al adentrarse en la cueva, Nettles fue acogida por una tenue luz que destellaba en las paredes de piedra, revelando su forma y textura. Sutiles antorchas de fuego iluminaban el camino, arrojando sombras danzantes sobre las rugosidades de la roca. La luz dorada destellaba en las gotas de agua que pendían del techo, creando un espectáculo luminoso en medio de la penumbra.

El aire fresco y húmedo acarició su piel mientras avanzaba hacia el interior de la cueva. Sus pasos resonaban en el suelo de piedra, creando una melodía tenue pero constante. La fragancia terrosa y ligeramente salina del lugar la envolvía, añadiendo un toque natural a la atmósfera.

En el fondo de la cueva, emergiendo de las sombras, se alzaba la figura alta y fornida de un hombre vestido de negro. La luz de las antorchas jugaba en sus rasgos, revelando su presencia con una sensación de misterio y solemnidad. Sus ojos, profundos y enigmáticos, encontraron los de Nettles con una intensidad que parecía trascender el tiempo y el espacio.

La cueva parecía un escenario sagrado, un lugar donde los secretos del pasado y las promesas del futuro convergían en un presente etéreo. El suave parpadeo de las llamas de las antorchas pintaba patrones de luz y sombra sobre las paredes, creando una danza silenciosa que acompañaba el encuentro de Nettles con aquel enigmático hombre.

Mientras Nettles avanzaba hacia él, sus pensamientos se desvanecieron, reemplazados por una mezcla de expectación y curiosidad. Cada paso la acercaba más a ese misterio viviente que se alzaba ante ella en la penumbra de la cueva, como si el destino mismo la hubiera llevado hasta ese punto de encuentro entre la luz y la sombra.

―Por un momento temí que esta noche no te unieras a mí ―sus palabras se deslizaron como seda en la penumbra, una voz ronca que parecía resonar con la misma oscuridad que los rodeaba.

Nettles contuvo su aliento, sintiendo cómo la tensión en el aire se hacía palpable. Con cada paso, se adentraba más en el espacio oculto, donde las reglas parecían desvanecerse. Mordió su labio inferior, ligeramente nerviosa pero decidida, avanzando con una mezcla de curiosidad y deseo.

Sus ojos no pudieron evitar explorar cada rasgo del hombre ante ella. Las facciones enérgicas y determinadas, los ojos azules que parecían capturar fragmentos del cielo nocturno en su profundidad. El cabello rubio, corto y casi blanco, como un reflejo de la pureza de la luna en la oscuridad. Aunque compartía ciertos rasgos con los Targaryen, emanaba una rudeza que le otorgaba su propia singularidad.

Loyalty  | 𝐀𝐞𝐦𝐨𝐧𝐝 𝐓𝐚𝐫𝐠𝐚𝐫𝐲𝐞𝐧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora