2.

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Rosalie.

Varios meses antes...

Mi ventana tenía la mejor vista. Aunque eso también me cortaba la posibilidad de escapar; claro, eso sería una opción si mi padre no fuese Alessandro Ricci, líder de La Cosa Nostra en Nueva York. Pero sí, tenía una increíble vista de una enorme fuente ovalada con un hermoso querubín en el centro, que botaba el agua por el pito. Mi mamá exigió algo de clase, mientras que mi padre quiso conservar su autoridad y poderío al instalar un querubín que expulsara el agua por el pene. Mi madre se salió con la suya al sumar flores acuáticas, y más querubines, pero nadie podría ignorar el orificio por donde salía el agua potable del más grande.

A mí me gustaba la fuente. Era imponente, pero le agregaba un poco de elegancia y normalidad a un lugar que era patrullado por un puñado de hombres armados. Usualmente el movimiento era mínimo en la fachada delantera. Un par de guardias —o matones— que vigilaban la entrada. Pero ese día, cuando lo vi por primera vez, lo que era usual fue reemplazado por muchos autos aparcados y una cantidad absurda de tipos que opacaban a la inmensa fuente ovalada.

Pensé que debía ser gente importante: quizá los líderes de la Famiglia como papá los llamaba. Rara vez venían o él recibía visitas en nuestra casa. No porque tuviese miedo o cualquier bobería, sino porque nosotros estábamos aquí y le gustaba separar su mundo mafioso de su hogar.

No reconocí a ninguno desde mi posición en la ventana. Mi conocimiento no era amplio en cuanto a los asuntos de mi padre, pero reconocería a los otros líderes o al señor Giovanni. Los tipos que bajaron en todoterrenos y camionetas blindadas no pertenecían a La Cosa Nostra.

Fue un desfile de testosterona y poder. Cada uno tratando de marcar que era el alfa de la manada. Pero mis ojos se quedaron en él: un pelirrojo. Había visto hombres como ese toda mi vida: con aire peligroso enmascarado bajo una actitud calmada. Sin embargo, el pelirrojo caminaba como si fuese el heredero de un imperio. Iba con un traje a la medida de color gris oscuro y su cabello estaba perfectamente peinado. Mientras los otros tenían un corte de pelo estilo marine —muy corto, casi rapado—, él lo traía bajo en los lados, pero un poco alto arriba, con un mechón un tanto más largo que llevaba hacia un lado. Sin barba, cejas pobladas y un andar decidido, seguro de sí mismo. Me mordí el labio inferior y suspiré como lo hacía a los catorce años, cuando mis hormonas se volvían locas por los tipos equivocados: los que eran como mi padre versión obrera; sin autoridad o planes además de torturar, matar o violar. Pero el pelirrojo no parecía un simple peón, sino que iba sonriendo mientras hablaba con otro —seguramente el jefe. Durante esos cinco minutos en los que recordé mi época adolescente, me pregunté si podría llegar a él, cómo lo haría, y si me atrevería a lanzar un coqueteo inofensivo. Los tipos así estaban prohibidos, mi papá se encargó de hacerme entender ese detalle, pero no pasaría nada si solo veía, ¿verdad?

En las reuniones no se me permitía salir de mi habitación. Incluso colocaban a un guardia en mi pasillo. Papá me protegía; era su única niña —la más pequeña entre tres varones— y se tomaba muy a pecho mi seguridad. También mi vida amorosa. Ningún novio duró lo suficiente para traerlo a casa o que pasara de tres meses. Ya fuese porque los vigilantes lo espantaban o porque mi padre los hacía huir. Cuando llegué a los diecisiete con la virginidad pesando una tonelada en mis hombros, Alessandro Ricci me explicó que, como hija de un mafioso, mi deber era casarme con el hombre que él eligiera.

—Puedes tener amigos, palomita, pero no serán los escogidos. Mereces un esposo que te trate como la princesa que eres. Nadie mejor que yo sabrá quién será el apropiado.

—Y qué si no quiero casarme. ¿Qué pasa si quiero estudiar, trabajar y viajar? —refunfuñé ese día. Hasta ese momento tenía una ligera noción de lo que él hacía, pero mi cerebro adolescente no entendía lo diferente que era para mí solo por nacer dentro de la mafia.

En pocas palabras me dijo que no podría tener ambos mundos.

—No es sostenible, palomita —aseguró.

Me habló sobre el deber, la seguridad, la lealtad, y que iría descubriendo el alcance de La Cosa Nostra mientras crecía. Se podría decir que me lavó el cerebro con miedo. Haciéndome ver los distintos matices del ser humano. Jamás vi un hombre muerto o sangre, pero sí se encargó de mostrarme su poder cuando uno de mis amigos quiso hacer más que un par de besos. Llegué llorando a casa porque le di en las bolas y me dejó botada en el estacionamiento. A los dos días el idiota desapareció. También aprendí de ese evento: que mi padre era peligroso. Que yo no era cualquier chica común y corriente. Que mi familia nunca me daría la espalda.

Entonces, ¿qué importaba casarme con el hombre que mi papá escogiera? Tenía permitido divertirme, salir con las chicas, tener citas, todo eso con vigilancia. Mi único plan era disfrutar mientras el adecuado llegara. Muy en lo profundo esperé que ese día jamás sucediera.

Pero pasó. Con alguien que no encajaba en lo que tenía en mente. Se supone que él escogería alguien que me tratara como a una princesa, pero el estúpido era grosero, sarcástico, bipolar, todo lo que quieras agregar. No tenía sentido. Pero en esos meses también aprendí que con papá no se podía negociar porque su palabra era ley.

Herederos de sangre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora