Capítulo 6: El fuego

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Algunos descubrimientos requieren de acciones desesperadas.

Abel creía que Loup, que hasta hace no mucho tiempo había sido su único amigo dentro del cuerpo, pensaba lo mismo, pero esa creencia se vio desestimada cuando el comisario irrumpió en la sala de interrogatorios y se llevó a rastras al inspector.

Este se dejó llevar mientras su mente vagaba sin control por la oscuridad que había percibido en la mirada de Adrien, como si, de algún modo, esta le hubiese mostrado que las sombras de este mundo —aquellas que él creía ver y trataba de descartar como síntomas de sus aterradoras pesadillas— eran tan reales como los seres humanos que lo rodeaban, y aún más letales que estos.

Como invocado por sus pensamientos, una extraña figura comenzó a tomar forma en una esquina de la habitación. No se movió, el terror se convirtió en hielo en sus venas y le impidió hacerlo, se limitó a permanecer inmóvil mientras observaba con su visión periférica cómo las sombras aumentaban hasta casi llegar a rozarle.

—¡Abel! ¿Me estás escuchando? —El grito histérico de Loup le devolvió a la realidad con menos delicadeza de la que le hubiese gustado.

Se giró sin importar dejar ver lo nervioso que estaba y observó con pavor hacia la esquina, temiendo que en cualquier momento sus miedos se harían realidad y el infierno se desataría ante sus ojos. Sin embargo, todo permaneció igual y se vio forzado a volver a centrar su atención en el comisario.

—Estaba... Perdón, ¿puedes repetirlo? —No reconocía su voz, que parecía arrastrar todo el cansancio que llevaba acumulado en tan solo medio día.

—Que qué cojones hacías interrogando a ese hombre.

—Estaba en la escena del crimen —respondió con pasividad, bajando las cejas hasta arrugar la frente, mostrando su evidente desconcierto al tener que aclarar un detalle tan evidente.

—Ya te he dicho lo que tienes que hacer; cierra el caso. No hagas interrogatorios, no busques más. Aldric te redactará un informe que indique que la chica se tiró y podremos olvidar todo esto.

—Lo siento señor, pero no estoy de acuerdo. —Baptiste avanzó con decisión mientras se sujetaba el brazo, tratando sin duda de encubrir el temblor que lo recorría.

Abel le miró extrañado, no solo por su inesperado acto de valentía, sino porque no recordaba haberlo visto antes en la sala.

—Creo que el inspector Bernart tiene razón, esto no parece un suicidio y, si lo cerramos como tal, estaremos negando un merecido descanso a la familia de esa chica.

Todos callaron. Loup se había dejado caer pesadamente sobre su enorme silla —una monstruosidad de cuero negro que había adquirido en cuanto le informaron de su subida de sueldo— y se frotaba los ojos mientras dejaba escapar el aire, parecía realmente cansado. Ambos inspectores le observaron con expectación hasta que, finalmente, colocó ambas manos sobre la mesa en un gesto teatral —tal vez demasiado— y les miró con seriedad.

—Está bien, haced lo que queráis. Pero, quiero la pasarela despejada lo antes posible y nada de prensa, no necesitamos más público después de que todos vieran cómo arrestaban a ese hombre.

Abel asintió antes de levantarse y, sin decir una sola palabra más, salió del despacho de su antiguo colega con un destino fijo; la sala de autopsias. Tenía que detener al forense antes de que certificase un suicidio que no lo era.

Avanzó con rapidez por los pasillos hasta salir y, una vez en el coche, condujo lo más rápido posible —haciendo uso de la sirena para ello—, reduciendo los once minutos de trayecto a cinco. Una vez alcanzado su objetivo, detuvo el coche en el primer hueco que fue capaz de encontrar y se lanzó a subir de dos en dos las pequeñas escaleras que se encontraban a la derecha de la entrada.

El libro del crimen [Editando]Where stories live. Discover now