Capítulo 12: La cueva

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Estás aterrado.

No eres capaz de recordar la última vez que saliste a la calle, o que te expusiste por completo a la luz del sol. Todo lo que hay en tu vida ahora es oscuridad y sabes que lo será hasta el momento de tu muerte.

No sabes cómo llegaste hasta allí, pero hace mucho que dejaste de intentar escapar. Como cada día, te tumbas en el suelo y contemplas las grietas en la pintura del techo, es lo único que te hace sentir mejor cuando todo tu mundo se desvanece.

Casi sientes ganas de sonreír al repasar su contornos y, lentamente, alzas la voz —que no deja de ser un susurro— para nombrar las figuras formadas por las finas líneas. La mayoría parecen animales y actúas como si fuesen tus mascotas, al fin y al cabo, siempre están contigo.

La voz se te rompe cuando llegas a las figuras de tu derecha; los rostros de tus padres. O eso crees, lo cierto es que hace mucho que los olvidaste, pero sabes que se parecen a esas imágenes del techo, eso debiste pensar el primer día que llegaste allí, solo que ya no lo recuerdas.

Dejas escapar todo el aire de tus pulmones mientras vuelves a observar tu prisión. Es solo una habitación oscura, pequeña y deprimente, la humedad reina en cada rincón y es tan pesada que hasta te cuesta respirar. Todo tiene polvo además de una gruesa capa de suciedad, aunque para ser justos tú también.

Odias ese lugar, pero lo cierto es que no quieres irte. Temes el exterior, sabes que la luz del sol podría dejarte ciego tras tantos días en penumbra y, sobre todo, te aterra la idea de que, fuera de esas cuatro paredes, no haya nada. ¿Y si tus padres han dejado de buscarte? ¿Y si ya no te quieren?

Un par de lágrimas descienden por tus mejillas, siendo lo más parecido a un baño que tendrás en mucho tiempo. Odias esos momentos, ese tiempo muerto, la inevitable y eterna espera durante la que tu mente se llena de ideas y preguntas aterradoras.

¿Por qué a mí? Te lo has preguntado muchas veces, nunca hay una respuesta clara. ¿Cuánto más va a durar esto? Al menos un día más. ¿Por qué no me ha matado ya? Ojalá lo supieras.

Como respuesta a tus pensamientos, un agudo crujido se hace notar en la habitación. Tu ya agitado corazón amenaza con escapar de tu pecho mientras te incorporas y alzas la mirada, no tardas en ver una pequeña línea de luz que se cuela tímidamente en tu cárcel.

Es todo lo que necesitas para salir corriendo. Tus esqueléticas piernas tiemblan mientras caminas con rapidez bajo el escritorio de tu izquierda, está sucio y viejo como todo lo demás de la sala, pero es tu mejor escondite. Encoges tu diminuto cuerpo en la esquina más alejada del exterior y llevas ambas manos a tu boca para intentar acallar tu respiración, aunque sabes que es inútil, siempre logra dar contigo.

—Cariño... —canturrea mientras baja las escaleras, haciendo crujir las tablas de cada peldaño con su peso —. ¿Dónde está mi pequeño? Espero que no se haya vuelto a esconder.

Cierras los ojos y presionas con más fuerza las manos contra tu rostro, no puedes respirar pero no te importa, prefieres morir a irte con ella. Desgraciadamente, no tardas en sentir sus gélidas manos contra tu piel.

—Ahí estás. —Su afilada sonrisa brilla como una linterna en la oscuridad de la sala.

Tratas de resistirte, de soltarte de su agarre, pero ella clava sus largas uñas en tu piel. Sueltas un único grito de dolor mientras, por un mísero instante, todo tu cuerpo se relaja, permitiéndole tirar de ti.

Sientes cómo la sangre, espesa y caliente, baja por tu brazo mientras te retuerces en sus manos. Su rostro, delgado y huesudo le confiere el aspecto de un monstruo, estás seguro de que te daría miedo aunque no fueses un niño. Se acerca tanto a ti que eres capaz de contar las arrugas alrededor de sus ojos, ensancha su sonrisa hasta que temes que su piel se rompa y sus ojos se dirigen con rapidez al líquido que brota de tu mano.

Lentamente, pasa un dedo por tu sangre y luego se lo lleva a la boca, sus ojos brillan peligrosamente mientras saborea el líquido.

—Lo siento, pero se acabó el juego —dice finalmente con un tono dulce que te hace querer vomitar.

Entonces, con una fuerza impresionante para un cuerpo tan delgado, te coge en brazos y te coloca sobre su hombro. Como siempre, gritas y pataleas, golpeas con los puños su espalda con la esperanza de que te suelte, pero apenas tienes fuerza.

Observas cómo sube las escaleras y cierras los ojos ante la luz, que hace que te ardan las retinas pese a no ser demasiado fuerte. Aprietas los puños en su ropa y, aunque tratas de impedirlo, las lágrimas comienzan a caer de nuevo.

Abres una última vez los ojos para ver cómo la puerta de tu prisión, el lugar que más odias en el mundo, se cierra con un fuerte chirrido. El miedo te encoge la garganta mientras, como cada día, suplicas a cualquier deidad que pueda oírte.

"Por favor, déjame volver."

El libro del crimen [Editando]Where stories live. Discover now