4- La lista

203 6 1
                                    

A Raquel le gustaría decir que se despertaba como una princesa Disney, maquillada y con el pelo planchado y perfectamente guapa. Pero sería mentir. La verdad era que Raquel tenía el peor despertar del mundo: y esa mañana, tenía la sensación de que había superado sus propios límites. La idea de levantarse con la gracia de una princesa de cuento de hadas era risible; su reflejo matutino era más bien el de una bruja después de una larga noche de conjuros.

Con un gruñido, apagó el dispositivo y se sentó en la cama, frotándose los ojos.

—¿Por qué no puedo despertar como en las películas? —se quejó mientras se dirigía al baño, tropezando con la alfombra en el camino. Frente al espejo del baño, suspiró y comenzó la batalla matutina. Saludó a su reflejo con una sonrisa irónica—. Buenos días, nido de pájaros.

El espejo le devolvió la imagen de una mujer con el pelo largo y oscuro, que caía en cascada hasta su cintura, en un desorden que desafiaba la gravedad. Sus ojos negros, grandes y expresivos, parecían absorber la luz de la habitación, y sus pestañas, largas y curvas, enmarcaban su mirada con una elegancia natural. La nariz recta, a menudo el blanco de preguntas sobre su autenticidad, se alzaba orgullosa en medio de su rostro. Sus labios, carnosos y bien definidos, eran el sueño de cualquier pintalabios, y sus pómulos altos le daban un aire de dignidad incluso en su estado más despeinado.

Raquel había escuchado todo tipo de comentarios a lo largo de su vida, algunos llenos de admiración y otros teñidos de celos y malicia. Su presencia no pasaba desapercibida, y las reacciones que provocaba en la gente eran tan variadas como extremas.

"Hija de los dioses", la habían llamado algunos, con voces que resonaban con respeto y una pizca de asombro, como si su belleza fuera un regalo celestial, demasiado perfecto para ser terrenal.

Pero no todos los comentarios eran halagadores o bienintencionados. En el trabajo, sus logros a menudo se veían eclipsados por insinuaciones de favoritismo. "Claro que consiguió la promoción, con esa cara quién no", murmuraban algunos colegas, ignorando las largas horas y el duro trabajo que Raquel dedicaba a su carrera.

Las mujeres, a veces, eran las más crueles. "Debe ser fácil conseguir lo que quieres cuando pareces salida de una revista", decían con tonos agrios, sin darse cuenta de que su belleza no era un pase libre de problemas y desafíos.

Los hombres, por su parte, a menudo cruzaban la línea entre la admiración y la inapropiedad. "Con esas curvas, yo también haría horas extra", le guiñaban con comentarios que pretendían ser cumplidos, pero que no eran más que expresiones de deseo no solicitado.

Incluso los extraños en la calle se sentían con derecho a opinar sobre su apariencia. "¿Eres modelo o algo así?", preguntaban, como si su aspecto solo pudiera justificarse si estuviera al servicio de la cámara.

Y, por supuesto, estaban aquellos que no podían ocultar su desdén. "Demasiado bonita para ser inteligente", soltaban, como si la belleza y el cerebro fueran mutuamente excluyentes.

Con un suspiro, la plancha de pelo deslizó suavemente a través de su cabello oscuro, transformando cada mechón enredado en una cascada lisa y brillante que caía graciosamente hasta su cintura.

Un toque de rímel fue suficiente para realzar sus pestañas ya largas, enmarcando sus ojos negros y profundos que no necesitaban de artificios para cautivar. Raquel sabía que su belleza era un regalo y una maldición, pero en ese momento, era su armadura, su escudo contra el mundo que la esperaba afuera.

Se dirigió hacia el armario, donde su colección de ropa colgaba ordenadamente, esperando ser seleccionada. La belleza era su arma, sí, pero la ropa era su ornamento, su declaración de intenciones. Sus dedos se deslizaron por las telas, deteniéndose en un vestido que sabía que era el adecuado para la ocasión.

Fingiendo un amor de NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora