LA MALDICIÓN

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En un día como cualquier otro, mientras exploraba las cercanías junto a su madre, una serie de eventos extraordinarios comenzaron a develar un poder oculto dentro de él. Teodoro, en un arranque de emoción y asombro, descubrió que su mirada tenía el poder de petrificar. Al fijar sus ojos en una enredadera cercana, esta se transformó en piedra ante sus ojos asombrados. La revelación de este don inusual llenó el aire de un silencio tenso, la sombra de Medusa se proyectó sobre su rostro, expresando una mezcla de preocupación y sorpresa.


A partir de ese día, Teodoro comenzó a experimentar y entender la magnitud de su poder. Sin embargo, a diferencia de su madre, aprendió a controlar su habilidad, evitando involuntariamente petrificar todo a su paso. La dualidad de este don se volvió evidente: un poder temible que yacía en sus manos, pero también una herramienta que podría ser utilizada para proteger el templo y a su madre de amenazas externas.


En el Olimpo, los dioses observaban con una combinación de asombro y precaución. La habilidad de Teodoro emergía como un don único, hasta entonces desconocido para ellos. A medida que el tiempo transcurría, los dioses llegaron a la conclusión de que aquel joven poseía características divinas, similar a las de ellos mismos. Lo que inicialmente se percibió como una maldición se transformaba ahora en un poderoso don, confirmando la presencia de un ser que compartía su estirpe divina en el panorama mitológico.


Con su nueva habilidad revelada, Teodoro se sumergió en la exploración de cada rincón del templo olvidado. Sus pasos resonaban entre las columnas desgastadas, mientras sus ojos curiosos examinaban las esculturas antiguas y las piedras que contaban historias de épocas pasadas.


A medida que avanzaba por pasillos oscuros y salas polvorientas, el poder de su mirada demostraba ser una herramienta invaluable. Piedras que yacían en el suelo como testigos silenciosos de los siglos, ahora resplandecían con una nueva vitalidad, esculpidas por la mirada de Teodoro. Las estatuas que adornaban el templo cobraban vida temporalmente bajo la influencia de su don, mostrando escenas mitológicas y rostros que no habían sido vistos en siglos.


Medusa observaba a su hijo con mezcla de orgullo y preocupación. Si bien la habilidad de Teodoro podría ser una bendición para preservar el templo, también llevaba consigo la responsabilidad de evitar que su poder se convirtiera en una fuerza destructiva. La dualidad de sus sentimientos se reflejaba en el suave resplandor de sus ojos de serpiente.


Los dioses del Olimpo, aún incapaces de penetrar completamente el velo que ocultaba el destino de Teodoro, observaban con interés cada paso de su exploración. El templo, ahora lleno de una vitalidad única, se convertía en un testigo silencioso del poder de un nuevo Dios.


Teodoro, guiado por la curiosidad y el respeto por las ruinas sagradas, continuaba desentrañando los misterios del antiguo templo, dejando su marca en cada rincón que exploraba.

EL HIJO DE MEDUSATempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang