ESTADÍA

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Con el permiso otorgado por Teodoro y la decisión de Medusa, el guardaespaldas se sumió en la tarea de organizar el escaso equipaje que llevaban consigo. Cada objeto, cada detalle, se convertía en un intento de ofrecer cierta comodidad en el refugio temporal que el templo olvidado les brindaba.

El rincón de la cámara lateral se transformó con la presencia de la noble mujer y su hija. El guardaespaldas, con gestos precisos y una dedicación palpable, buscaba hacer de aquel espacio sombrío un rincón acogedor. Acomodó mantas y preparó un lugar para que la bebé pudiera descansar plácidamente, ajena al tumulto que había marcado su llegada al santuario antiguo.

La noble mujer, aunque fatigada por el viaje y las incertidumbres que los perseguían, observaba con gratitud los esfuerzos de su protector. La camaradería entre ellos, el arraigo de su amor en medio de sombras y secretos, se manifestaba en cada movimiento compartido.

En la penumbra del templo, donde las luces y sombras tejían un tapiz ancestral, los intrusos se instalaban, aferrándose a la hospitalidad que les brindaba aquel rincón olvidado de la mitología. El guardaespaldas, en su afán de ofrecer consuelo y seguridad, esculpía un pequeño oasis de calma en medio del misterio eterno del templo.

Teodoro, quien solía ocultarse entre las sombras como guardián vigilante, decidió abandonar temporalmente su posición y establecerse en la entrada interior del templo. No buscaba vigilar a los recién llegados, pues sus sentidos agudos le permitían descubrir cualquier intento de intrusión. En cambio, anhelaba observarlos, sumergirse en la novedad de su convivencia dentro de aquel antiguo santuario.

Se sentó en la penumbra, un observador en las sombras, mientras el grupo se instalaba en la cámara lateral. La noble mujer, el guardaespaldas y la bebé, envueltos en una cotidianidad que contrastaba con la enigmática atmósfera del templo, se desenvolvían entre sus tareas y cuidados.

Teodoro, con ojos centelleantes que apenas se distinguían en la oscuridad, capturaba cada gesto, cada interacción. La convivencia humana, llena de matices y sutilezas, se desplegaba frente a él como un fascinante espectáculo. La bebé, ajena al peso de las sombras del pasado, parecía ser la fuente de luz en aquel rincón olvidado.

En el silencio ancestral, el guardián serpentino se permitía explorar una nueva dimensión del santuario: la presencia efímera de aquellos que, por un instante, compartían su morada en las sombras.

Aunque la entrada interior no estaba envuelta en una oscuridad total, la penumbra le otorgaba un velo misterioso que dificultaba distinguir con claridad si alguien más estaba presente. El guardaespaldas, aun sin poder ver a Teodoro directamente, percibía su presencia en la semioscuridad. Una precaución inicial se cernía en el aire, pero la inmovilidad del guardián serpentino y su aparente desinterés en sus actividades cotidianas tranquilizaban gradualmente al hombre.

Con el entendimiento de que Teodoro no intervenía ni objetaba sus acciones, el guardaespaldas se sumergió en la tarea de cazar bestias y recolectar hierbas. Cada movimiento, cada elección, estaba guiado por la necesidad de asegurar la supervivencia del grupo en aquel templo olvidado.

El tiempo transcurrió en la penumbra del templo, y con las habilidades del guardaespaldas y sus esfuerzos, la estabilidad se instaló gradualmente en el refugio temporal. Había logrado proporcionar a su familia una relativa comodidad en aquel rincón olvidado de la mitología. Las heridas se cerraron, las fuerzas se recuperaron, y la noble mujer, junto con su hija, encontraron respiro en las sombras ancestrales.

Una vez que la recuperación fue completa y las provisiones estuvieron aseguradas, el guardaespaldas empezó a prepararse para continuar su travesía. Los susurros del mundo exterior, la llamada de una ciudad costera mercantil, resonaban en su mente como un destino inevitable. El santuario antiguo, con su hospitalidad efímera, se convertía en un capítulo concluido en la historia de aquel intrépido grupo.

En la penumbra del templo, Teodoro, el observador en las sombras, presenció el vaivén de las vidas que se entrelazaban con la suya. La noble mujer, el guardaespaldas y la bebé, envueltos ahora en una relativa estabilidad, se preparaban para despedirse de aquel rincón de misterio y continuar su viaje hacia nuevos horizontes.

La partida, aunque inevitable, dejaba tras de sí la huella de su estancia en el templo olvidado, donde lo divino y lo humano habían convergido, creando un capítulo único en la sinfonía de la mitología antigua.

La noble mujer y el guardaespaldas, conscientes de la efímera hospitalidad que les brindó el templo olvidado, se acercaron a Teodoro con un gesto de respeto. Arrodillándose en el umbral, expresaron su gratitud y su despedida en un silencio lleno de significado.

El instante elegido para la partida fue cuidadosamente sincronizado con el sueño de la pequeña hija, evitando así perturbar la quietud del bosque que rodeaba el santuario. Con movimientos pausados, se retiraron, llevándose consigo la memoria de aquel rincón sagrado donde encontraron refugio temporal.

Teodoro, el guardián serpentino, observó en silencio la partida de aquellos cuyas vidas se entrelazaron brevemente con las sombras del templo. La penumbra ancestral presenció el delicado equilibrio entre el adiós y la continuación del viaje. Con la partida de los intrépidos viajeros, el santuario antiguo quedó nuevamente sumido en su eterna quietud, esperando el próximo susurro de la historia que se desplegaría entre sus piedras.

EL HIJO DE MEDUSAWhere stories live. Discover now