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Despertó en los asientos traseros de su coche, en alguna calle de Bunkyō. Todo su cuerpo dolía, encogido en el cuero duro, tapado tan sólo por una chaqueta de lana.

Satoru intentó estirarse, pero sus pies chocaron con la puerta y su cabeza rozó la opuesta. El sueño pesaba en sus párpados, sentía que no había descansado absolutamente nada. Ni siquiera había soñado, o no recordaba haberlo hecho.

Se incorporó con lentitud, confuso por aquel sonido que retumbaba al fondo de su cabeza. Alguien estaba picando con los nudillos al cristal de la ventanilla. Pestañeó lentamente en dirección al tipo. Un policía lo miraba desde fuera, acompañado de otro vestido con el mismo uniforme.

Satoru se puso los zapatos y abrió la puerta. Las vértebras de su espalda crujieron cuando se puso en pie, estirándose hacia arriba.

—Dormir en un coche está prohibido, chico —dijo el policía, sacando un papel. Le iban a poner una multa.

Satoru sacó su cartera y les mostró su carné de acceso al edificio de la administración de Policía en el que se mencionaba su oficio. Ambos hombres se miraron entre sí y lo dejaron en paz.

—Que no se vuelva a repetir —le dijo uno de ellos, antes de irse en motocicleta.

Suspiró, tocándose los lumbares. Joder. Parecía que le habían pegado una paliza. Aún estaba todo pegajoso y sucio. La noche anterior se había quedado en la cama un buen rato, dormitando, hasta que llegó la hora de irse y sólo le había dado tiempo a lavarse la cara. También se había mojado un poco el pelo, intentando arreglarse.

No había tenido las fuerzas necesarias para conducir de vuelta a casa. El mero hecho de pensarlo había hecho que se mareara, por lo que al final se había tumbado en los asientos traseros de su coche, y se había dormido de golpe.

Según su teléfono eran las nueve de la mañana. Necesitaba urgentemente una ducha, pero tenía un hambre voraz. Llevaba sin comer desde el día anterior por la tarde.

Satoru suspiró, exhausto. Cogió su chaqueta, cerró el coche y se arrastró a la cafetería más cercana.

El lugar era cálido y agradable. Su llegada la marcó una campanilla en la puerta, a la que se quedó mirando, embobado. Junto al mostrador había un gran expositor con pasteles, bocadillos caseros y una extensa variedad de postres y dulces.

Se sentó en la mesa más cercana a la ventana. No quería verse como un niño, así que abandonó la idea de preguntar si tenían cereales —algo que amaba— y optó por un sencillo café con un trozo de pastel de tres chocolates con nata por encima. Necesitaba algo dulce para su organismo.

Todo se sentía tan extraño, alejado de la realidad. Tuvo que parpadear varias veces y frotarse los ojos, levemente angustiado. Empezaba a arrepentirse de haber dormido en el coche, se encontraba muy mal.

Echó un sobre entero de sacarina en su café, oscilando la mirada desinteresadamente por el lugar. Había un par de turistas, algunos trabajadores y una pareja. Megumi y Sukuna. Otra vez estaban saltándose las clases. Captaron tanto su atención que apartó el periódico a un lado.

Ambos tenían tazas de chocolate caliente sobre la mesa, las mochilas de clase estaban tiradas en el suelo. Megumi vestía con un sencillo jersey de cuello alto, negro, que le pareció muy bonito. Sukuna tenía un estilo más deportivo y ojeras marcando su mirada.

—El idiota de mi padre no me dejará ir —se quejaba Megumi, apoyando el codo sobre la mesa —. Dice que no tengo edad para ir a esos sitios...

El idiota de tu padre me folló tan bien anoche que sentí que había perdido un ser querido cuando me la sacó, pensó.

Balaclava || TojiSatoWhere stories live. Discover now