Capítulo 5: El Refugio de Magia Viviente

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La mañana había amanecido fría a esas horas tan tempranas a las que Christian acostumbraba a levantarse

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La mañana había amanecido fría a esas horas tan tempranas a las que Christian acostumbraba a levantarse. Aunque, en esa ocasión, tenía un motivo: iba a empezar su nueva vida. Apenas sabía nada del Refugio de Magia Viviente, pero estaba impaciente por descubrirlo todo. Se había despertado incluso antes de que sonase el despertador, invadido por los nervios. Al principio, había vuelto a pensar que todo había sido un sueño. Ya se disponía a ducharse y entregarse a sus labores diarias, cuando un pequeño relincho le devolvió a la realidad. Asomado a la ventana, vio cómo Nathan le saludaba mientras mantenía a raya a dos caballos preciosos. Eran los típicos caballos de Islandia, con sus cabellos largos claros.

Salió saltando de la habitación, pero su buen humor se vio enturbiado. Su madre sostenía la cafetera y la taza de café con fuerza, tanta, que sus nudillos estaban pálidos. Su padre, en cambio, estaba sentado apáticamente en el sofá, hundiéndose en él como si quisiese desaparecer.

Christian dejó caer la gran mochila de viaje que se había preparado, con las pocas cosas imprescindibles, y se preguntó si sería capaz de hacerlo. Sentía que tenía que hacerlo, que, de algún modo, era su destino, lo que se supone que tenía que hacer. Pero todo ello no facilitaba el hecho de que eran sus padres, y él, con tan solo dieciséis años, iba a abandonarles.

—Lo sentimos, Christian. Sentimos no haber sido valientes, no haber sabido aceptar la verdad. No habernos quitado el velo de los ojos —dijo su madre, dejando caer la taza al suelo en un estrepitoso sonido. Esta se rompió en mil pedazos.

—Sentimos no haber sabido ver más allá —completó su padre—. Esperamos que, algún día, encuentres el perdón para nosotros.

Christian recompuso la taza con su poder.

—No tengo nada que perdonar. Lo hicisteis porque creíais que era lo mejor.

Su madre soltó un suspiro de alivio y su padre se enderezó en el sofá. Los ojos de ambos volvían a brillar con la esperanza.

Le acompañaron a la puerta, donde Nathan se acercó con su cabello rubio brillando al sol. Pareció que les caía bien.

Christian se dio la vuelta y, con sus azules ojos empañados en lágrimas, dijo:

—Espero que me perdonéis vosotros por irme. Pero tengo que hacerlo, tengo que entender quién soy. Y vendré a veros siempre que pueda —tragó saliva tan sonoramente que hasta los caballos, un poco más allá, debieron oírle.

Sus padres asintieron en señal de comprensión, y le abrazaron, tras desearle toda la suerte del mundo.

—Vamos, chico —dijo Nathan—. Y encantado —dijo, haciendo una inclinación de cabeza hacia los padres de Christian.

Subieron a los caballos; el de Christian era una hembra, preciosa. Su piel era de un marrón oscuro y su cabello rubio, parecía hecha para él. Echaron al trote. Mientras se alejaban, Christian miró una última vez su pequeña casa, donde dos manos se agitaban en señal de despedida. Los iba a echar de menos.

Hielo violetaWhere stories live. Discover now