Capítulo 3: El club del calamar

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Abrí los ojos. Me vi parada en un espacio pintado de negro, tan puro que parecía intocable. Miré a todos lados, confusa, y vi a mi madre llamándome a lo lejos. Empecé a correr hacia ella, pero cuanto más corría, más lejos parecía estar. Seguí corriendo hasta tropezarme con un charco, un charco rojo carmesí, un charco repleto de sangre. El charco se expandió, se iba haciendo tan grande que al final parecía ahogarme en él. Grité, lloré, supliqué, y al final... Desperté.

Amanecí con el pulso acelerado en la sala de recepción del instituto. Tenía mi mochila amarilla debajo de mi cabeza como almohada y la espalda adolorida de dormir encima del suelo, produje un pequeño gemido de dolor al incorporarme de golpe.

—Así que no era un sueño —musité procesando que aún estaba en el instituto.

Me levanté despacio al notar el brillo del sol encubriéndome la vista y me dirigí hacia la puerta principal, recubierta de mesas verdes que la cubrían. Y allí seguían, zombies asquerosos. Vagando por todos los rincones del patio esperando una nueva presa. Quizá me había despertado de un sueño, pero la pesadilla continuaba. Luego me acordé. No había nada comido nada en muchas horas, mi estómago parecía desear comerse a sí mismo entre ronquidos molestos. Por suerte, el instituto tenía el privilegio de poseer un pequeño bar propio, y creía que nadie se había hecho con él. No lo dudé un segundo y, agarrando mi mochila, me dirigí pasillo abajo en busca de un buen (o aceptable) almuerzo.

A la vez que llegué redordé que nunca había entrado... Tenía mesas y sillas blancas fuera del interior y una pizarra oscura con el menú del día anterior, la pared estaba decorada con ensaimadas echas de barro moldeable. Me acerqué curiosa en la puerta color salmón y agarré el paño, pero antes de girarlo, me percaté de que se oían voces ahí dentro.

—Hay alguien —me dije interiormente con la oreja pegada en esta.

Con una pizca de nervios toqué la puerta. Quien la abrió no fue ni más ni menos que Nick, con su hermano y su amigo de fondo almorzando, sentados en una mesa redonda. Se me quedó viendo por un instante sin decir nada hasta que Jaime se interesó.

—Eh, Nicki —señaló comiendo una bolsa de patatas—. ¿Quién es?

—Es Audrey.

—¿Audrey? Qué quiere esta ahora —parloteó desde lo lejos.

Ese desagradable encuentro me resultaba tan incómodo y abrumador que estaba a punto de retirarme, pero nada podía combatir contra mi hambre mañanera.

—Bueno, yo... Preguntaba si aún hay comida —indagué con timidez sin hacer contacto visual—. No comí nada desde ayer.

—Pregunta si le podemos dejar comida —le aclaró Nick a su hermano.

¿Era yo o cambió un tanto mi pregunta?

—No. No queremos.

Esa respuesta tan directa me sobresaltó.

—¿Qué? —me adelanté, confusa— . ¿Por qué?

—Ya ha venido otra gente a robar nuestras pertenencias. No queremos que se acaben, así que lárgate.

—Pero no son vuestras, y tampoco son pertenencias... Es comida, y es de todos.

George se unió a la disputa.

—Otra gente tendrá comida, el bar no es el único lugar —añadió con la boca llena —. Ve a preguntar por ahí.

—Por favor. Solo estoy pidiendo una miseria para pasar el día, no el bar entero.

—Y qué más da, te digo que ahora nos pertenece.

—¿Pero vosotros no estabais en clase? —quise saber empezando a perder los papeles.

Instituto para siempre ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora