Capítulo 3

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El miedo que sentí aquella mañana sirvió para recordarme lo vulnerable que podía ser fuera de mi castillo.

El Mustang no había presentado problemas durante todo nuestro trayecto o al menos lo que yo ignorantemente atribuía como un problema.

Con el velocímetro marcando cerca de los ochenta kilómetros por hora, el auto devoraba el asfalto con un ansia de atravesar horizontes y bordear ciudades enteras en una mañana cálida y brillante. Tras la desaparición de las nubes grisáceas de los días anteriores había quedado a la vista el verde en las hojas de los árboles, y en las calles aún se sentía el olor a petricor desprendido tras la nieve evaporada.

Avanzabamos Castle Rock arriba donde predominaban las avenidas anchas y los casinos de recreación. Los taponamientos vehiculares en teoría no debían ser un problema para los millones de turistas que cada verano visitaban estos lugares, pero lo que si lo era, eran la cantidad de personas que se amontonaban en filas para pasar a pagar a las cajas de las tiendas.

¿Quince minutos para poder pagar un Starbucks y un donuts de Krispy Kreme? Quién pensaba en esas cosas cuando sentada al volante con el pie en el acelerador, el tiempo parecía pasar mucho más rápido y sin embargo el horizonte a los lados solo era un borrón difuso que dejaba atrás.

Cuando miré por el espejo retrovisor de mi lado antes de girar en BakerField evitando el semáforo en rojo cien metros más adelante, me descubrí portando una sonrisa, era pequeña pero estaba ahí; todo lo contrario al rostro de mi acompañante cuya mandíbula descansaba sobre uno de sus puños mientras por su ventanilla parecía mirar distraído los restaurantes que ahora habían sustituido los casinos.

Conducir era una de las actividades que más me hacía sentir libre, e ignorando la expresión tosca de mi copiloto, le aumenté el volumen a la radio. Madona cantando «Beat goes on».

La había escuchado por primera vez cuando mi madre —en uno de sus viajes al trabajo— había sustituido a mi padre, llevándome aquel día al colegio.

Había sido terrible. Una señora en su crisis de los treinta cantando: "No te sientes ahí como una tonta, si esperas demasiado será demasiado tarde" en voz alta mientras yo tenía que soportar aquello con cara de circunstancias en el asiento del acompañante.

«¿Me dejas una esquina antes?, es que debo fotocopiar unos apuntes en la papelería». No me importó si se tragó el cuento. Media hora después llegué al aula con una capa de sudor en el cuello de la camisa blanca y otra sobre mi labio superior, pero al menos había evitado que un posible momento embarazoso me hiciera quedar mal, en frente de las chicas a las que empezaba a caerles bien.

Una hora después, en el transcurso de la clase de biología, mientras vestía una bata blanca ceñida al cuerpo en un día donde el aire acondicionado nos había abandonado; me prometí a mi misma teniendo al frente el cadáver de una rana diseccionada sobre una bandeja, que para mis dieciocho años tendría carro propio; me lo regalaran mis padres o tuviera que pagármelo yo misma, a plazos.

A final no fue necesario romper el cofre de cerámica que aún guardaba dentro del armario. La mañana del 1º de febrero mi madre me sorprendió fugazmente con la presencia de un pastel horneado por ella y Gloría, pero ya luego en la noche; mi padre me sorprendió eternamente cuando a la hora de la cena aparcó al nuevo miembro de la familia frente a la cochera. Lo recuerdo perfectamente, su aparición tocando el claxon, cambiando de luces bajas a altas y sacando una mano fuera de la ventanilla con fuertes espavientos hasta que su hija al mirar la escena por la ventana soltó el tenedor aún conteniendo parte del pastel, y corrió hacia él.

—Es raro que no haya hecho ruido en todo este rato —dije, mirando de soslayo a Darren.

Parecía poco sorprendido. Cuando fui a hablar otra vez, un mechón de cabello se me entró en la boca y lo aparté con sutileza llevándomelo detrás de la oreja.

Dominando al Fuck BoyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora