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Como un día más en cualquier hospital del mundo, las paredes blancas veían miles de vidas pasar en tan solo veinticuatro horas, vidas de personas que no estaban conectadas , pero que tal vez en algún momento se cruzarían, vidas de personas que se unían por el simple hecho de estar encerrados en el mismo lugar día y noche, finalmente forzándolos a hablar entre sí; vidas de personas con familia esperándolos en casa, aunque también otras vidas solitarias sin nadie que espere su regreso con ansias y finalmente vidas que pasaban a ser almas porque nunca más despertaban.

En uno de esos cuartos en la quinta planta de un hospital, mientras cientos de enfermeras trasladaban en carritos las medicinas de los internados, había un señor de avanzada edad que agonizaba muy lentamente, su familia no podía notarlo a simple vista, pero cada día que pasaba su cuerpo se debilitaba. Aunque no todos lo ignoraban, ya que cada tarde y sin falta, su nieta más pequeña lo visitaba.

—¡Abuelooo! —la pequeña entró corriendo a la habitación—Casi que no llegamos a tiempo porque alguien se demoró mucho en recogerme de la escuela—dijo enfatizando la última línea mientras fulminaba con la mirada a su hermano mayor.

El anciano que ya llevaba un par de meses postrado en la cama de esa habitación se había acostumbrado a la rutina, su nieta hablaba sin parar y él la escuchaba atentamente por horas, hasta que tenía que marcharse porque, aunque a ambos les gustaba la compañía del otro, ella y su hermano tenían más responsabilidades con las que cumplir en casa.

—Adiós abuelo—la niña depositó un suave beso en la frente del anciano antes de bajarse de su lado—Te veo mañana, come toda tu comida, eh, que le voy a preguntar a la enfermera.

La enfermera y su abuelo soltaron una suave risa. Su nieta, una niña de diez le estaba dando órdenes.

—Adiós Sofía. Adiós Milán, cuida a tu hermana. —se despide el anciano.

Sofía cogió su mochila del pequeño sofá que tenía la habitación y se dirigió a la puerta despidiéndose con la mano de su abuelo. Su hermano se quedó dándole algunas indicaciones a la enfermera mientras ella esperaba unos minutos en la puerta y fue ahí cuando captó un movimiento detrás suyo.

Un niño con la piel algo pálida estaba sentado abrazando sus rodillas en la puerta de la habitación de en frente. Ella lo miró con curiosidad hasta que él levantó la cabeza y la miró con desagrado, como si ella representara todo lo que odiaba de la vida.

Al contrario de lo que cualquiera esperaría, esa mirada la motivó a hablarle, a pesar de su corta edad Sofía había aprendido a no prejuzgar a la gente ya que era algo que su abuelo siempre le había inculcado desde pequeña.

—Hola. —saludó Sofía sentándose junto a él. El pequeño la ignoró y siguió mirando sobre sus rodillas, tenía los ojos y la nariz roja, era obvio que había estado llorando. —Me llamo Sofía, ¿y tú? —insistió.

—Mi nombre es Elías. —susurró sin ganas.

La niña iba a decir algo más, pero la puerta que estaba a unos centímetros de distancia se abrió dejando ver a una señora con cara de preocupación, pero su expresión pasó a una de alivio cuando vio al niño.

—Elías, solo fui un momento al baño, no puedes salir solo y sin avisar. —lo regañó sin darse cuenta que Sofía estaba presente.

—Supongo que tengo que irme. —comentó el niño con resignación y la señora le sonrió a la niña susurrándole unas disculpas.

—Bueno, vamos Sof. —le dijo su hermano saliendo de la habitación de su abuelo.

Paredes BlancasWhere stories live. Discover now