Knox se va de compras

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Naomi 

Dos días después, aún tenía minitaquicardias cada vez que alguien se presentaba en la puerta. Nash había invitado a Yolanda, la asistenta social de Waylay, a que se pasara para que me la pudiera presentar. Solo que no sabía que la mujer aparecería justo cuando estaba confesando una vida entera de traumas a Knox Morgan.

La presentación había sido breve e incómoda. Yolanda me entregó una copia en papel de la solicitud de la tutela y noté cómo me catalogaba como una fiera chillona con una inclinación malsana por el vino. La parte buena era que Waylay había sido muy educada y no había mencionado que la estaba torturando añadiendo verduras a todas sus comidas.

Había analizado al milímetro la reunión informal, hasta el punto en que acabé convencida de que no había sobrevivido al interrogatorio y que Yolanda Suarez me detestaba. Así que mi nueva misión no consistiría en lograr que me considerara una tutora «aceptable», sino convertirme en la mejor de Virginia del Norte.

Al día siguiente, le pedí el Buick a Liza y me dirigí a la tienda de segunda mano de Knockemout. Me pagaron cuatrocientos dólares por mi vestido de novia hecho a medida y casi nuevo. Luego, me fui a buscar un café a la cafetería de Justice y volví a casa para terminar la lista de compras que había que hacer para la vuelta al cole.

—Adivina qué vamos a hacer hoy —le dije a Waylay mientras almorzábamos sándwiches y palitos de zanahorias en el porche trasero.
El sol brillaba y el arroyo corría, perezoso, entre las hierbas.

—Seguro que algo aburrido —predijo Waylay mientras lanzaba otro palito de zanahoria por encima del hombro hacia el patio.

—Iremos a comprar para la vuelta al cole.
Me miró con recelo.

—¿Eso se hace?

—Pues claro que se hace. Eres una niña, y los niños crecen; las cosas se les quedan pequeñas y tienen que comprar nuevas.

—Me llevas a comprar… ¿ropa? —preguntó Waylay despacio.

—Y zapatos. Y material para la escuela. Tu profesora todavía no me ha respondido los correos, pero la madre de Chloe me ha mandado una copia del material que necesitamos. —Parloteaba porque estaba nerviosa. Waylay y yo aún teníamos que terminar de sintonizar, y estaba dispuesta a tratar de comprar su cariño.

—¿Podré elegir yo la ropa?

—Eres tú quien la va a llevar. Puede que yo tenga cierto derecho a veto en caso de que optes por un abrigo de piel o un chándal de terciopelo, pero sí. Podrás elegir tú la ropa.

—Ah, vale —dijo.

Tampoco se había puesto a saltar de alegría ni se había lanzado a mis brazos, como me había imaginado, pero advertí el atisbo de una sonrisa que le bailaba en las comisuras mientras se terminaba el sándwich de pavo y queso.

Después de comer, mandé a Waylay a su habitación para que se preparara mientras yo repasaba mis investigaciones sobre el centro comercial que me había impreso en la biblioteca. Solo me había leído la mitad de las descripciones de las tiendas cuando oí unos golpes en la puerta principal. Temerosa de que fuera otra «visita imprevista» de Yolanda, me tomé unos segundos para pasarme los dedos por el pelo y comprobar que no tenía pintalabios en la mejilla, y cerré el escritorio de tapa corrediza para que no pudiera juzgar mi obsesión por las libretas y la planificación.

Sin embargo, en vez de Yolanda, en el porche me encontré con el hombre más irritante del mundo vestido con vaqueros, camiseta gris y gafas de aviador. Su pelo parecía un poco más corto por la parte de arriba. Supuse que cuando uno tenía una peluquería, podía cortarse el pelo siempre que quisiera. Me molestaba lo atractivo que era, con esa barba, esos tatuajes y esa actitud distante.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now