El desayuno familiar

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Naomi 

—No tienes por qué venir, ¿sabes? —insistí—. No has dormido demasiado en las últimas cuarenta y ocho horas.

—Tú tampoco —repuso Knox, exagerando cómo cerraba con llave la puerta de la cabaña antes de irnos. Sabía que me estaba mandando una indirecta.

Y no me gustaban las personas que te mandaban indirectas. O, al menos, no las que lo hacían antes de haber tomado café.

Realizamos el corto paseo hasta la casa de Liza en silencio. Los pájaros cantaban, el sol brillaba y la cabeza me iba a mil revoluciones, como una secadora con la carga torcida. Nos habíamos acostado juntos, pero en el sentido de dormir en la misma cama sin tener relaciones sexuales. Y no solo eso, sino que me había despertado con Knox Morgan, el Vikingo, haciéndome la cucharita. No era una experta en relaciones sin compromiso.

Qué narices, si era la reina de los compromisos y las ataduras; tanto, que la mayor parte de mi vida adulta la había pasado cumpliendo dichos compromisos y ataduras. Pero incluso yo sabía que compartir la cama y hacer la cucharita era mucho más íntimo que aquello que habíamos acordado.

A ver, que no se me malinterprete. Despertarme con el duro (cuando digo duro, quiero decir bien duro) cuerpo de Knox contra mi espalda, con uno de sus brazos rodeándome la cintura, era una de las mejores formas de despertar que había en este mundo. Pero no formaba parte del acuerdo. Las normas estaban por algo. Las normas evitarían que me enamorara del Vikingo gruñón y cariñoso.

Me mordí el labio inferior.

Los hombres cansados no querían acompañar a las mujeres a su casa o dejaban que se fueran solas y que se las comiera la fauna salvaje. Y Knox había pasado unas últimas veinticuatro horas traumáticas. Tal vez no estaba tomando decisiones muy racionales, decidí. Tal vez Knox solo tenía el sueño ligero. Tal vez le hacía la cucharita a su perro todas las noches.

Claro que eso no explicaba por qué se había ofrecido a ir a mi casa a buscar un montón de cosas mientras yo me duchaba, ni por qué se había esmerado en elegirme la ropa. Me miré los pantalones cortos de talle alto verdes y blancos y la bonita blusa de encaje. Incluso me había cogido ropa interior. Que sí, que era un tanga que no iba a conjunto con el sujetador, pero, aun así…

—¿Has terminado ya de darle mil vueltas a las cosas?

Salí de mi ensimismamiento y descubrí que Knox me dedicaba una de sus medias sonrisas.

—Estaba repasando la lista de cosas que tengo pendientes —mentí, con altivez.

—Ya, claro. ¿Podemos entrar ya?

Me di cuenta de que estábamos ante la puerta de la casa de Liza. El olor del famoso beicon al sirope de arce que preparaba Stef llegaba hasta la mosquitera.

Se oyó un «guau» que desató un coro de ladridos cuando los cuatro perros salieron en tropel por la puerta hacia el porche. Waylon fue el último, con las orejas aleteando y la lengua colgándole de la boca

—Hola, chico —lo saludó Knox, que se arrodilló para saludarlos a todos mientras la manada saltaba y ladraba para manifestar su entusiasmo.

Me incliné hacia delante e intercambié saludos más dignos con los perros antes de erguirme.

—Bien, entonces, ¿cuál es el plan? —le pregunté.

Knox le revolvió las orejas a Waylon por última vez.

—¿Qué plan?

—¿El del desayuno? ¿Con mi familia? —perseveré.

—Bueno, Flor, tú no sé, pero yo tengo pensado tragarme media cafetera, comer un poco de beicon y luego volver a meterme en la cama cuatro o cinco horas más.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now