CAPÍTULO 26 EDA

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Llevaba dos días sumida en el aburrimiento, mi única compañía en este vasto palacio era la de Camille, y de Dalton Basilius... ni rastro.
Estaba segura de que no se había ido; había afinado mi oído al batir de las alas del dragón, sabiendo que si se iba del palacio lo sabría. Incluso había tomado la costumbre de dormir con las ventanas completamente abiertas, esperando captar cualquier sonido.
El palacio era un laberinto de magnitud insondable; ni siquiera sabía en qué planta estaba su habitación y, sinceramente, no tenía interés en descubrirlo. A veces me preguntaba si uno de los poderes del emperador era el de camuflarse entre las paredes, tan eficazmente parecía desaparecer.

No habíamos vuelto a entrenar juntos. No es que me desviviera por la idea de entrenar con él de nuevo, pero la soledad y el tedio me pesaban. Entrenar sola había comenzado a parecerme una tarea sin sentido. La ausencia de actividad y la soledad que envolvía mis días en el palacio se habían convertido en una pesada carga.
Tal vez Dalton Basilius había observado mis intentos solitarios de entrenamiento desde alguna esquina oculta de su vasto dominio, pero si lo hacía, no se había dignado a acercarse.
Ni siquiera había dejado una nota en el libro que compartíamos; revisaba cada día con la esperanza de encontrar algún mensaje suyo, pero siempre me encontraba con las mismas páginas inalteradas.

Mi rutina se había convertido en un ciclo monótono de levantarme, desayunar, intentar entrenar sola en el valle, comer, leer, cenar, y finalmente, dormir. La repetición de los días, uno tras otro, sin variación ni sorpresas, estaba comenzando a desgastarme.
Buscaba desesperadamente algo que capturara mi atención, algo que desafiara mi mente y me sacara de este estancamiento. Aunque la lectura y la exploración del palacio habían servido como un leve consuelo.

Desde que el comandante se llevó a Nolan a Novadia, no había vuelto, y la capitana Misso también se había ausentado. Me dejaron aquí, sola, en este inmenso palacio que, a pesar de su belleza, empezaba a sentirse como una prisión dorada. Sentía como si no hubiera razón para mí aquí, como si no formara parte de este mundo. Y si había algún propósito o destino esperándome, parecía que nadie estaba dispuesto a revelármelo.
La sensación de ser invisible, de no pertenecer, se había instalado profundamente en mi corazón.

Con una determinación férrea y el corazón latiendo fuertemente en mi pecho, decidí que ya era suficiente. No iba a permitir que el emperador continuara jugando este juego de escondidas conmigo, prometiéndome ayuda solo para luego desvanecerse como si fuera una sombra. Mi paciencia se había agotado, y con ella, mi disposición a seguir sus reglas no escritas de paciencia y espera.

Marché hacia la biblioteca, no con pasos silenciosos como había hecho antes, sino con una firmeza que resonaba en los pasillos del palacio. Quería que mi enfado fuera palpable, que las piedras mismas del palacio vibraran con mi frustración.
Y entonces, con una claridad que no había tenido antes, desmoroné el muro de hielo que había construido meticulosamente en mi mente. Dejé que mis pensamientos y frustraciones fluyeran libres, lanzando insultos tras insultos en una cascada mental dirigida a él.
Quería que el emperador escuchara, no solo mis palabras, sino la intensidad de mis emociones detrás de ellas. Si tenía la capacidad de escudriñar mi mente, quería asegurarme de que captara cada sílaba cargada de ira. Estaba cansada de ser una pieza en su tablero, movida a su antojo.

Si Dalton quería jugar, entonces jugaríamos, pero esta vez, a mi manera.

Abrí la puerta con tal ímpetu que bien podría haberse dicho que un tornado había decidido hacer de la biblioteca su nuevo hogar. La estancia, usualmente sumida en un silencio casi reverencial, pareció estremecerse ante mi entrada abrupta.
Dalton Basilius, la figura en el centro de mi tormenta, estaba de espaldas a la mesa, apoyado con sus manos a los lados, agarrando firmemente la madera del escritorio. Su postura tensa decía que ya estaba al tanto de mi llegada, que había sentido mi furia incluso antes de que las puertas se abrieran con estrépito. Su silueta, recortada contra la luz tenue que se filtraba a través de las ventanas altas, emanaba una calma que contrastaba agudamente con la tormenta que yo llevaba dentro. Era la quietud antes de la tempestad, el silencio que precede al trueno. Por un segundo, el tiempo pareció detenerse, suspendido en esa fracción de eternidad en la que ambos, tornado y montaña, nos reconocíamos mutuamente antes de colisionar. Y entonces, con la misma determinación que me había llevado hasta allí, di el primer paso hacia él, dispuesta a desatar la tormenta que llevaba dentro.

Imperio de Fuego AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora