Capítulo 2

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A PIQUE

ALEJANDRO

Ana se levantó temprano y salió a correr como cada mañana. Alejandro acababa de despertarse y los mellizos dormían como si no existieran las preocupaciones, como si el mundo no importara. Correr la ayudaba a aclarar su mente y con cada paso que la alejaba de su hogar, sentía que las decisiones que deseaba tomar podían hacerse realidad. Madre ejemplar que había dejado de lado todo para criar a sus hijos; incluso se había dejado a ella misma. Lo había dado todo por su familia, por su esposo; tanto que sentía que ya no poseía nada de nada.

Vacía. Vacía y sola.

–Buenos días –saludó al que había sido su compañero de vida desde la juventud y él apenas si le sonrió–. ¿Los chicos?

–No he podido levantarlos. Ya los he llamado no una, sino varias veces. No me hacen caso.

–¿Es que no puedes con algo tan simple, Alejandro? –preguntó ofuscada por la falta de consideración de su pareja quien tampoco acusó recibo de su enojo. ¿Es que siempre debía resolverlo ella? Caminó hasta la habitación de sus hijos y encendió la luz–¡Vamos! ¡Arriba! –levantó la persiana y dejó que el sol terminara de hacer su trabajo.

–¡Mamá! –gritaron los dos y ella esperó unos minutos sabiendo que con eso no bastaría. Como ninguno atinó a levantarse de la cama, descorrió las mantas de ambos.

–¡No volveré a repetirlo! En cinco minutos los quiero en el comedor. No llegarán tarde de nuevo, ¿oyeron?

Salió apresurada y se dirigió a la cocina. Allí Alejandro con su santa paciencia servía el café para los dos. La enervaba que fuese tan lento, que se tomara el tiempo para hacer las cosas cuando bien sabía que las mañanas se escurrían en un santiamén y que todo estaba cronometrado. Esa paz que antes había disfrutado y anhelado, ahora ponía sus nervios de punta.

–¿Leche? –preguntó sin mirarla.

–No, gracias. ¿Vendrás conmigo hoy?

–No, Ana. Lo siento. Esta tarde Hugo necesita faltar y deberé cubrirlo.

–¿¡Otra vez!?

–Sabes muy bien cuál es su situación. No puedo pedirle que venga a trabajar cuando su hijo está internado, Ana.

–No estoy diciendo que le exijas algo como eso, pero, vamos, ¿no puedes contratar un reemplazo? Creí que la sucursal caminaría sola. ¿No habías dicho eso?

–Lo siento –repitió como si aquello arreglara algo.

–Habíamos quedado en que iríamos los dos. No quiero hacerlo sola, Alejandro.

–No puedo, Ana. Quizá alguna de tus amigas podría ir contigo, ¿no crees?

–Quería que vinieras tú. No necesito a mis amigas allí, quiero a mi marido. A mi compañero.

–No te encapriches, Ana. No puedo y no es porque no quiera hacerlo. Es que...

–¡Buenos días! –saludó a sus hijos alejándose del dolor que le estaba causando el... ¿hombre de su vida? –. ¡Hasta que por fin se levantaron! ¿Es que acaso no durmieron nada anoche? Allí tienen café. Hay fruta en la nevera. Tienen quince minutos. Alejandro, ¿los llevas tú?

–Sí, claro.

–Bien. Me voy a duchar. Desayunan y se marchan con papá, ¿okey? –ordenó mientras se alejaba hacia el dormitorio.

–¿No puedes llevarnos tú? –preguntó Juan –. Papá, no te ofendas, pero...

–Pero... ¿Por qué? –se volvió a enfrentar a su hijo. Lucía se llevó la taza a la boca para no opinar. No le gustaban los conflictos y este parecía ser la antesala de uno. Un silencio extraño los rodeó; Ana no lograba entender la situación y Alejandro, mucho menos–. Juan. ¿Por qué no quieres que papá los alcance al colegio?

A través de las grietasWhere stories live. Discover now