Capítulo 7

3 1 0
                                    


UNA BOTELLA ESCONDIDA

NADIA

–Mamá. ¡Mira eso! –Ben extendió el brazo y señaló un edificio altísimo. No era muy especial, a decir verdad, simplemente contaba con la majestuosidad de un lugar nuevo y desconocido–¿Qué es? –preguntó y no supo qué decirle. No lo sabía o no lo recordaba. Se encogió de hombros y le sonrió–. ¿Dónde iremos?

–A tomar el tren primero, y luego un autobús–respondió ella.

–¿Falta mucho para llegar?

–Un par de horas, quizás.

–Este viaje es larguísimo, pero me gusta lo que veo.

–Me alegra, cielo. Me alegra.

Nadia se perdió entre los vehículos, las personas y los edificios de aquella ciudad que la había visto nacer y que la había albergado por diecisiete años. Todo parecía distinto a sus ojos, pero pensó que no eran los cambios de afuera sino ella misma que había cambiado. Ya no era la adolescente que había huido de su casa y que veía el mundo con rebeldía, ni la jovencita que había decidido mudarse a Canarias, persiguiendo un sueño. Ahora era mucho más y debía luchar cada día para seguir siéndolo.

–Aquí estamos–dijo el conductor del taxi.

–Perfecto. Muchas gracias.

Nadia pagó y descendió del auto con los bolsos en la mano. Ben a su lado, igual que ella, observaba la fachada de la estación de Atocha, desde lejos. Era imponente: con su cúpula de hierro y vidrio, las paredes de piedra. Cruzaron y a medida que iban acercándose los detalles cobraron vida; el globo terráqueo y la bandera española flameando en el cielo. Ninguno de los dos habló. La presencia del lugar los había dejado mudos. Y una vez dentro, otro espectáculo se desplegó delante de sus ojos.

–¿A qué hora sale el tren, mamá?

–En una hora.

–¿Podemos recorrer la estación?

–¡Claro!

Y hacia allí fueron. Nadia tuvo que hablarle sobre el atentado del 11 de marzo de 2004 en el que muchos perdieron la vida en ese mismo lugar. Sabía que Ben tendría muchas preguntas, pero no decía nada y en cambio escuchaba atento. Los dos, tomados de la mano, leyeron algunas de las frases que permanecen como recordatorio de todos los que ya no están. Conmovidos, se apresuraron para tomarse fotos en el jardín tropical que alberga la estación. Cuando faltaba poco para el horario, se acercaron al andén para dirigirse hacia Alovera.

–¿En qué piensas, cariño? No has dicho nada por un largo rato.

–¿Dónde estabas tú cuando fue el ataque? –quiso saber.

–Tenía doce años y no vivíamos cerca de aquí. Madrid es muy grande, hijo. Mucho más grande que Palmas.

–¿Pero lo recuerdas? ¿Conocías a alguien de esa lista?

–Lo recuerdo, sí. Fue un día muy triste. Yo no conocía a nadie, pero algunos vecinos sí habían perdido a sus amigos o parientes–Ben se rascó la cabeza y se acomodó en el asiento–¿Estás bien?

–Sí. ¿Con que este tren va a más de 200 kilómetros por hora?

–Así es. Estaremos en Alovera, rapidísimo.

–Qué bueno. Estoy un poco cansado.

–¿Tienes hambre?

–No. Cuéntame del padrino. ¿Cómo se conocieron?

10 años atrás

Los días comenzaron a pasar en Alovera como si se tratasen de un tren eléctrico. En parte se debía a que en verdad me encantaba vivir con Margarita y otro poco al trabajo que había conseguido gracias a una de sus amigas. No había tenido demasiado tiempo de pensar en mi familia cuando un retoño crecía dentro de mí y debía visitar al médico y hacerme controles cada mes. Mi abuela estaba radiante y esperaba ansiosa la llegada de mi hijo. Ya nos habíamos enterado de que estaba esperando un varoncito. El mismo día en que supe que se trataba de Benjamín y no de Lola–nombres que había pensado hasta el hartazgo–, envié una pequeña esquela a casa de mis padres, tranquilizándolos.

A través de las grietasWhere stories live. Discover now