Capítulo 4

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PERDIDO

ALEJANDRO

Ana no regresó a la habitación. Podía oírla moverse por la casa, pero no parecía querer acercarse. ¿Es que no pensaba aclararle aquello que le había dicho? ¿Cómo o más bien, cuándo, se había acabado todo?

Se puso de pie y caminó de pared a pared, intentando calmarse y buscando en su interior las respuestas a todas las preguntas que iban surgiendo en su mente. ¿Era cierto? ¿La había perdido? ¿Seguía amándola? Volvió a sentarse sobre aquella cama y no pudo alejar los recuerdos que habían compartido juntos durante tantos años en ese mismo lecho. Él no le mentía; en verdad la quería. ¡Por supuesto que la quería! Pero, como siempre, ella había contraatacado y había puesto en jaque su posición: no era suficiente. ¿Lo era?

¿Qué hacer? ¿Debía quedarse y dormir en el sillón como hacía después de una discusión? ¿Cuán grave e irreparable era la situación? ¿Debía marcharse? ¿Dónde iría? Y de nuevo la misma incógnita: ¿qué hacer?

No supo cuánto tiempo pasó desde que ella lo abandonó en la habitación. Lo único que pudo hacer fue quedarse quieto, intentando resolver lo que ocurría dentro de sí, como primera medida. No era solo la pérdida del bar, ni los problemas económicos. Era un pasado, un presente y un amor. Eran Lucía y Juan. Era su vida. Lo poco –¿o mucho? –que había construido desde su llegada a la isla.

–Alejandro.

La voz de Ana llegó como un susurro. Giró la cabeza y la halló, fuerte y firme en el umbral de la puerta. Detrás, la casa en penumbras. Llevaba la bata puesta y en su rostro las señales del cansancio y de las lágrimas derramadas.

–No sé qué debo hacer–confesó él, con una sinceridad de espanto.

–No sabes qué hacer desde que te conozco. Nunca lo supiste exactamente–se miraron.

–Me iré.

–Me parece lo mejor, sí. Pero mañana. Ahora necesitas dormir.

–No te preocupes. Dudo que pueda hacerlo. Solo esperaré a que Hugo despierte y le pediré un lugar en su comedor.

–¿Tan mal está la situación que no puedes ir a un hotel?

–Muy mal.

–Dios. ¿Cómo es que llegamos a esto? No me respondas–exclamó cuando lo vio abrir la boca para decir algo–. Olvídalo. No quiero hablar de esto a las tres de la madrugada. Duerme. Mañana desayunaremos juntos y veremos qué hacer con los muchachos. Cómo se lo diremos y demás.

–Admiro tu practicidad, Ana. Me da la sensación que llevas pensándolo hace bastante tiempo.

–Sí. A decir verdad, sí. Sabía que este día llegaría.

–¿Cómo?

–Hablaremos en el desayuno, con un café de por medio y después de pensar bien lo que le diremos al otro. No quiero herirnos, Alejandro. Hazme caso. Intenta descansar–cerró la puerta una vez más, dejándolo con un vacío desastroso en el pecho.

Tal y como Ana había preparado, diagramado y organizado; desayunaban café, inmersos en un silencio espeso. Sabía que ella tomaría la palabra y que, a él le tocaría oír verdades de las que había pretendido huir durante los últimos años.

–Quiero que me cuentes sin dejar detalles afuera, qué fue lo que ocurrió con el bar. Habías dicho que era una mina de oro y por momentos todos lo creímos así. ¿Qué fue lo que pasó, Alejandro? –se llevó la taza a la boca y lo observó atenta.

–Querrás decir cómo lo eché a perder.

–No he dicho eso.

–Malas decisiones, supongo. Hice inversiones que no debía; como embarcarme en la remodelación completa del lugar. La suba de los precios no me ayudó. Las crisis. Clientes que dejaron de venir... y... el robo.

A través de las grietasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora