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Capítulo sin editar.

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— Te ves horrible.

Hubo una vez, hace mucho tiempo, dónde un país del recién reconocido “Nuevo Mundo” tenía dos representantes activos; Eran un par de hermanos que vivieron muchas cosas juntos, valiéndose y cuidándose mutuamente ante la adversidad que el destino les preparaba.

Los nombres de aquellos dos muchachos eran Eduardo Sánchez Pérez, aparente de dieciocho, y Alejandro Sánchez Pérez, aparente de dieciséis. Más respectivamente, las humanificaciones de México del Norte y México del Sur.

Eduardo siempre fue la fuerza y lo imprudente; Alejandro siempre fue lo logístico y lo sensible. Un par de hermanos totalmente opuestos en ciertas características, pero que se complementaban el uno al otro siempre que las cosas salían mal.

Perder cincuenta porciento de su territorio y, por consiguiente, a Eduardo, llevó a que la única representación viva se sumiera en una depresión que fue difícil de atravesar. Alejandro tiene vagos recuerdos de las noches de insomnio y de las miradas preocupadas de su gente; fue una época que su mente decidió ignorar como propio mecanismo de un evento traumático en su longeva vida.

Pero tiene que admitir algo: la sensación de miedo y vacío es algo que nunca podrá olvidar, por mucho que quisiera.

(Y sólo, por ocasiones, desearía que fuese lo primero que su cerebro hubiera bloqueado).

Alejandro entiende que como consecuencia de ello, es que sus sueños con Eduardo son realmente contados: algunas veces suelen ser borrosos y otras veces suelen ser horribles. Son cambiantes, nunca siguen un hilo ni tampoco terminan con una visión feliz. La figura de Eduardo era solamente un reflejo a un espejo sucio y pañoso, evitando dejar a la vista las facciones que tanto le costaba recordar.

Se preguntaba, entonces, si el hecho de tener a Eduardo de frente, totalmente visible y claro, era un llamado a su próxima muerte anunciada.

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Sabía dónde se encontraban y el recuerdo que se presentaba. La cronología de los eventos, sin embargo, no era la misma: La noche que Eduardo desapareció fue una noche de llanto para México del Sur, siendo consolado en sus últimos momentos débiles por México del Norte; Fue durante el atardecer para el anochecer y el único que hablaba era él, Alejandro. Eduardo solamente había cantado y cantado esas nanas tradicionales que las madres en la hacienda dónde vivían les enseñaban, ya que -a palabras de Norte- necesitaba una técnica para “arrullar a su hermanito menor”.
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El escenario que se le presentó era similar: El cielo teñido de estrellas empezaba a difuminarse con el naranja del amanecer, conjunto al sol que empezaba a dar los primeros rayos del día; La montaña donde estaban originalmente fue reemplazada por un campo de cempasúchil; el aire frío de aquel día ahora era suave, como las brisas de primavera; y lo más notorio era como Alejandro se presentaba en un cuerpo humano de treinta años y no en el de uno de dieciséis, mientras que Eduardo seguía atascado en su cuerpo de dieciocho.
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Ambos estaban sentados bajo el único árbol existente, mirando como la tenue luz de los rayos solares se hacían más presentes.

— No me veo, me siento horrible. — Las palabras salieron entre pequeñas risas contagiosas, haciendo que la ilusión jóven de Eduardo también se riera. — Pero teniendote de frente, ahora, creo que me siento un porciento mejor.
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Los ojos de aquel chico rodaron. — Siempre fuiste dramático, siempre le dije al abuelo que lo eras. Pero, ¿ahora? Me dejas sin palabras, hermanito.
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⏰ Last updated: Apr 16 ⏰

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pétalos anaranjados ❀ Latín Hetalia.Where stories live. Discover now