Capítulo 17

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La pesadilla

Corro escaleras arriba. Tengo la boca seca, el corazón me late en el pecho como un tambor. Apenas puedo respirar de lo entrecortado que tengo el aliento y cada vez hay más y más escalones que se interponen entre la azotea y yo. Y sé que Audrey está arriba.

Cuando llego, el cálido viento que anuncia el principio del verano en Los Ángeles me sacude la melena negra sin piedad. Quiero vomitar, pero no tengo tiempo que perder.

Audrey está a punto de saltar, con la mitad de los pies ya en el vacío. Se agarra con los dedos temblorosos a la barandilla que tiene a su espalda y que ha cruzado antes de que yo llegara.

No sé cómo, pero nota que estoy aquí. Me mira por encima del hombro. Lleva el pelo rubio recogido en una trenza de la que se han soltado muchos mechones y sus ojos oscuros están cuajados de lágrimas.

—¡No lo hagas! —chillo, desgarrándome la garganta.

—Sierra —susurra ella, justo antes de volver a mirar al frente.

—¡No! ¡Audrey, no!

Pero ya se ha precipitado al vacío y, cuando llego corriendo a la barandilla, me clavo el hierro en el pecho por la fuerza del impulso. Miro hacia abajo y...

—¡Sierra!

Me despierto.

El mal sueño se esfuma, aunque tardo un poco en darme cuenta de que estaba teniendo una pesadilla.

Tardo un poco más en darme cuenta de que estoy empapada en sudor, gritando y temblando y llorando.

Y un par de manos fuertes se aferran a mis hombros.

—Estabas soñando —dice Wesley en un susurro extraño, con la voz tomada—. Estabas soñando, Sierra.

Asiento, despacio. Él me suelta mientras intento calmarme, pero se queda sentado en su lado de la cama, sin quitarme los ojos de encima.

Me incorporo y me relajo un poco, pero no lo suficiente como para ser capaz de detener el llanto. Hacía siglos que no tenía una pesadilla tan vívida y horrible como esa.

—Solo ha sido un sueño —murmura el chico.

Sí, solo ha sido un sueño. Pero se ha parecido demasiado a la realidad. Aunque Audrey no murió saltando al vacío desde la azotea del instituto, bromeó muchas veces con hacerlo.

Me seco las mejillas con el dorso de las manos, aunque ambas me tiemblan sin control. Mi cuerpo no termina de deshacerse del terror y mi mente tampoco.

—Joder —gruñe Foster—. ¿Quieres que llame a Yuka? ¿A tu madre?

—No —sollozo—. Estoy bien.

—Estás asustada de cojones —replica él.

—Estoy bien —repito, con un hilo de voz.

No debo de sonar nada creíble, porque al segundo siguiente estoy rodeada por sus brazos y me echo a temblar más todavía, esta vez contra su pecho.

—Sigo sin creerme que se te dé tan mal mentir —masculla en mi oído, o eso creo, porque lloro con más fuerza y apenas lo entiendo.

Dime que me odiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora