Capítulo 33

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Perfección

Lo primero que hago al despertarme es estirar el brazo en busca de Wes, pero mis dedos terminan rozando el borde del colchón sin encontrar nada a su paso. No está en la cama conmigo y me sobreviene algo parecido a la decepción que no llego a saborear del todo porque vuelvo a dormirme antes de poder hacerlo.

Cuando despego los párpados de nuevo es por culpa del sonido de la puerta de la habitación abriéndose y volviéndose a cerrar con cuidado. Miro en esa dirección con los ojos entornados por culpa del sueño y lo primero que atrae mi atención es esa puta sonrisa.

—Hola —murmuro, con la voz tomada, puede que sonriendo también, aunque ni de lejos tan amplia y luminosamente como él.

—Buenos días, Visentin.

Se acerca para sentarse en la cama y yo tengo que aguantarme las ganas de... No sé. No sé por qué estoy tan aliviada ahora que ha vuelto conmigo.

Me aclaro la garganta, un tanto cohibida.

—¿A dónde has ido? —le pregunto.

Por toda respuesta, alza la bolsa de papel que no me había dado cuenta que está sujetando y saca de ella una caja de condones.

—¿De dónde...? —empiezo, ahora sí, sonriendo tanto que me duele la cara.

—De una gasolinera a un par de kilómetros de aquí —me explica—. También tenían tarta de zanahoria —añade, extrayendo una cajita de cartón de la bolsa y tendiéndomela.

Acepto la caja y me quedo mirándola, pensando en comentar que ha sido todo un detalle por su parte acordarse de que me encanta, pero no me sale decir nada. En su lugar, me lanzo sobre él. Estrello la boca contra la suya y responde al beso tras soltar un pequeño jadeo.

—He estado pensando y... —Se separa un poco para tomar aliento—. Creo que deberíamos hablar.

—¿Hablar? —repito, confusa.

—Sobre nosotros —especifica.

Casi me entra la risa.

—Hablar es lo último que me apetece hacer ahora mismo —replico, volviendo a besarle y tirando del dobladillo de su sudadera para quitársela.

No ofrece ni un poquito de resistencia. Al contrario, parece que se le olvida al instante de qué va esa conversación tan urgente y me ayuda a quitarle la ropa para después hacer lo mismo con lo único que llevo puesto yo: su camiseta, que anoche recogí del suelo al despertarme a eso de las dos de la madrugada.

Cuando quiero darme cuenta, estoy debajo de él. Quiero concentrarme en cómo me besa la clavícula y luego entre los pechos, mientras acaricia uno de mis pezones con el pulgar, pero su cuerpo se pega tanto al mío que lo único en lo que puedo pensar es en que está durísimo, presionando entre mis piernas. Siento su peso ahí, toda su longitud empapándose de mi humedad. Tengo que aguantarme un gemido.

Wes se da cuenta y sonríe. Sus dientes me rozan la sensible piel del cuello y le da un mordisco al lóbulo de mi oreja, empezando a restregarse contra mí. Ahora soy incapaz de reprimirme y gimo con ganas, haciendo que sonría más todavía.

—¿Cómo lo quieres? —me pregunta al oído—. ¿Despacito y suave?

Asiento. Me está volviendo loca. La punta frotando el punto en el que estoy tan hinchada me hace jadear.

—Por favor, Wes —casi suplico.

Él se queda quieto al instante. Se aparta un poco para poder mirarme a los ojos. Sus irises oscuros se clavan en los míos.

Dime que me odiasWhere stories live. Discover now