5. Soy el hijo de Satanás y Marilyn Monroe

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Nueva versión (2018)

Nota: Funk es un maldito contiene material sonoro en cada capítulo. Las canciones las puedes escuchar en su lista oficial en Spotify dando click en el enlace externo. 







Capítulo 5

Soy el hijo de Satanás y Marilyn Monroe

Sid cayó al suelo como un matorral sin forma, un montón de hojas agujereadas por bichos y resecas por el sol. Creyó que habría una larga colchoneta esperando a recibir su cuerpo desinhibido pero no fue así, el dolor en sus mejillas le despertó del ensueño. ¿Cuántas horas habían pasado? No supo. Se dejó llevar por la oscuridad del lugar, el odio y el olor a deshechos fueron su hogar. Se había perdido a sí mismo durante horas. Abrió los ojos dispuesto a entender en dónde se hallaba, a recordar la forma de las cosas pero la línea temblorosa de dolor y el mareo, no le permitieron entender nada. Hasta que vio a Funk, acostado a su lado con la mirada fija en él, sin hacer gesto alguno, ido completamente, mirándolo como si tuviese dos cabezas o fuese una aparición.

Olía a chamusquina, una mezcla entre los olores banales de la pasta y la salsa, fluidos corporales y aceite. Sid se imaginó siendo una criatura que sobrevolaba un cielo incandescente, con plumas tan blancas como la naftalina, pegadas a su cuerpo con lubricante para autos. Su piel negra, sus ojos rojos como semillas de arándano.

Funk lo veía pero ya lo no atravesaba, su mirada estaba perdida en algún punto. Lo estaba viendo como a un cuadro vacío en el cual ponía cualquiera marioneta, un trozo de sal colgando de su nariz o dos cabras muriéndose, desangrándose en una roca. Reía, lo veía y reía como si fuera graciosísimo verle la cara de demente. Reía y Sid lo odiaba, lo repudiaba con frenesí. Reía y Sid quería aplastarle la cara para que dejara de hacerlo.

Unas manos lo sacudieron entre su odio, se le metieron entre las axilas y lo obligaban a ponerse de pie. Los ojos le daban vueltas en las cuencas, todo temblaba y se descosía. Déjenme aquí, quería gritar.

—Sid, despierta de una buena vez.

—Debe estar viajando, déjalo ahí. Vámonos, esto se está poniendo pesado.

—No podemos dejar a Sid aquí.

Pero él no estaba viajando, estaba descosiéndose, sentía que las tripas le iban a salir por la boca, alcanzando niveles que nunca antes creyó violentar con tanta locura. La jauría había prometido consumirlo y eso estaban haciendo. Funk seguía en el suelo, mirándolo sin verlo, clavándole un dolor desconocido en el pecho. Sus ojos se apagaban, se iban cerrando a la vida... Sid quería sacudirlo, pedirle que volviera en sí, pero era un saco de basura, perdido en medio de una gran ciudad que lo desgastaba cuando podía, cuando tenía ganas de abrirle las pestañas y clavarle agujas alrededor de la cara. Y Sid lo sintió como su hermano, deseó poder saber a dónde iba, a qué lugar. Estiró las manos poco dispuesto a dejarlo ir pero otra fuerza lo halaba en el sentido contrario.

—Basta Sid, deja de insistir. Nos vamos.

Esa fuerza le susurraba al oído que parara, que se dejara llevar. Sid no opuso resistencia, se cansó de intentar alcanzar a Funk y se volvió maleable. Lo cargaron, lo supo porque dejó de tocar el suelo. Alberto y Roberto lo fueron sacando con cuidado, pasando por encima de la gente estirada en el suelo, como cascaritas de huevo; se iban quebrando desde adentro, partiéndose en risas y besos. Un montón de carne dispuesta a freírse a sí misma, extraviados de la Historia.

—Mierda, el maricón se ha vuelto pesado.

Sid reía, reía con el corazón en la mano, estrujándolo como la cabecita de un pequeño pajarito. En el pecho hacía años que había dejado de sentir un latir. Lo único que le latía en el cuerpo era el tictac de un cartucho de pólvora.

Funk es un malditoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora