7. Te van a disparar en la puerta de tu casa, hijo de puta.

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Nueva versión (2018)

Nota: Funk es un maldito contiene material sonoro en cada capítulo. Las canciones las puedes escuchar en su lista oficial en Spotify dando click en el enlace externo.


Capítulo 7

Te van a disparar en la puerta de tu casa, hijo de puta

Sid sabía que un día se convertiría en cenizas como las que veía caer del cielo, y estaría así, suspendido por un largo tiempo, entre la tierra y las nubes, debatiendo la fe, adhiriéndose a las partículas de polvo, volando junto a otros que serían quemados en la hoguera como él, cuyos cuerpos no llegarían a ser más que pequeñas hilachas de ceniza que oscurecerían el cielo y harían caer un silencio sepulcral en los pueblos, susurrándoles a los niños que estarán muertos dentro de poco o amputados en campos minados, lloriqueando con la boca abierta mientras sus padres les ven desde la orilla del mar. Pero él no perdería el control, no se asustaría con los espejismos; él se vendería al mejor postor si con eso podía quedarse siendo una hilacha y no volver a reencarnar.

Contrario al imaginario dantesco que Sid tenía de La Jauría, descubrió que en realidad los chicos hacían cosas bastante inofensivas, incluso absurdas; por ejemplo, cultivaban zanahorias, papas, regaban las enredaderas que abrían agujeros en las paredes de la casa y tenían un huerto con una estampilla de Kurt Cobain envuelta en manillas de tela y corales. «El tipo tenía sueños con forma de perejil», eso le dijo Funk. Se consumía solo lo que se sembraba, esa era la filosofía. Sin embargo, muchos de los chicos traían comida instantánea y chucherías que compraban en malls de gasolineras cuando iban a mendigar en los semáforos por la mañana. Eran una secta pacifista que se autocensuraba, consciente del daño que podían cometer si vivían como la sociedad lo dicta.

En las tardes limpiaban la casa, recogían la basura de los cigarrillos y buscaban leña para hacer algún caldo con verduras. Sid no hablaba con nadie cuando se sentaba a la mesa improvisada de estilo japonés que se caía a pedazos, pero todos lo miraban fijo con las bocas llenas y los ojos rojos. Él les sonreía, por supuesto, lo que menos deseaba era armar pleito con esa bola de hippies pero en el fondo de su corazón no hallaba espacio para su odio. El lugar estaba plagado de una tranquilidad enfermiza, lo máximo que podía ocurrir era que una vaca agujereara la cerca del terreno y se cagara sobre las cebollas. De resto, todos fumaban opio y tabaco y se sentaban a hablar de poesía, de la inexistencia de Jesucristo y del dolor de culo que significaba la monogamia, durante horas. Pero del arte de odiar, de esa enemistad entre el alma y el cuerpo no se hablaba, Sid debía tragarse su bilis mirando el paisaje, esos arbolitos con las hojas mascadas por las hormigas y los marcos de las ventanas sucios con caca de lagartija. Nada más.

Para tener donde dormir, La Jauría le dio un cuarto pequeño. No era más que una habitación del tamaño de una caja de fósforos húmedos que parecía una cámara de contención porque todo el tiempo hacía calor y los olores se filtraban hasta alcanzarlo, acostado en la cama bocabajo, con el pelo pegado a la frente y sin conciliar el sueño. El desayuno siempre era el mismo, yogurt orgánico y almendras. Nunca antes Sid había deseado acabar con todo en su mísera vida. Lamía la cuchara varias veces hasta desaparecer el engrudo blanco por el simple deseo de no verlo nunca más, y luego escupía las almendras tras haberlas masticado solo tres veces. Ni una más.

Todo el tiempo tenía hambre y por obvias razones no podía acostumbrarse a esa dieta porque estaba familiarizado hasta el tuétano con la grasa, con la comida chatarra cuya única función es hacer que te olvides de ti mismo el tiempo suficiente, hacerte sentir que estás cometiendo un rosario de pecados que no vas a poder pagar. Comer con culpa, comer por el placer de autodestruirse. Ese era el único sentido que podía verle a desmembrar animales y hervirlos, luego echarles alguna salsa o meternos en la mitad de dos panes.

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