8. Despellejándome en la decadencia

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Nueva versión (2018)

Nota: Funk es un maldito contiene material sonoro en cada capítulo. Las canciones las puedes escuchar en su lista oficial en Spotify dando click en el enlace externo.




Capítulo 8

Despellejándome en la decadencia


Sid vio la lluvia caer con dos cigarrillos a cada lado, prendidos en el marco de la ventana, consumiéndose. Aspiró el humo, se sumergió en sus propios pensamientos. Lo agitó la frustración que emanaba de su cuerpo al imaginarse a sí mismo clavado en el suelo con tachuelas. No se había enjuagado las manos, todavía llevaba la sangre del pequeño conejo blanco y el olor a putrefacción que le hacía alucinar. Mientras él sentía que un agujero gigantesco le comía medio cuerpo, mordisqueándole las rodillas hasta llegar al corazón; empalando en la oscuridad, La Jauría festejaba frente al fuego, se rodeaban los unos a los otros con sonrisas en los rostros. Luego, borrachos de la música y la pestilencia en el aire, caían al suelo en carcajadas. Perdidos, con las piernas abiertas y el césped pegado a las mejillas a causa del sudor, se palpaban el rostro en un juego infantil, para reconocerse a sí mismos. Pero Sid no podía sentirse triunfador, ni siquiera digno de esa celebración. Por curioso que parezca, se sentía tremendamente solo, abandonado por la luz divina que hace caminar a los vivos, que los hace respirar. Esa luz divina se desprendió de él, dejándolo al exterminio.

—¿No vas a celebrar con nosotros?

Kik se acercó a él, asomando la cabeza por la ventana y aferrándose con fuerza al marco. Sus dedos parecían astillas enterradas en la tierra. Le sonrío pero Sid no pudo devolverle la sonrisa, se quedó mirando su cabello enmarañado, revuelto por el fuego y la tierra; miró sus pezones marcándose sin sutileza en su blusa, sus rodillas ensangrentadas con piedritas.

—Iré, en algún momento —respondió Sid. Ninguno de los dos pudo confiar en esas palabras.

A la distancia El Gigante caminaba junto a Figo, los dos llevaban con la ayuda del otro un cáliz enorme de madera, con un agua oscura a rebosar, y todos los chicos de La Jauría gritaban, sacudiendo sus cuerpos al sonido de Sonic Youth, con la lengua afuera chupándose los labios cuando la saliva se les escurría. No existían las formas. Los cuerpos se adherían los unos a los otros, y mientras El Gigante y Figo llevaban el cáliz de un lado a otro como purificando el círculo, los otros abrían sus bocas bien grande, eufóricos, pidiendo a gritos aunque sea una sola gota del brebaje. Kik lo dejó solo y caminó pausadamente hasta la fogata, al llegar se acostó en la hierba haciendo un angelito de barro con los brazos. Estaba llorando, ¿de alegría? ¿De dolor? De lo que fuera parecía genuino. El espíritu se le estaba yendo pero volvía con más energía, la estaba expandiéndo, la abrazaba. Sid se acordó de esa canción infantil que le enseñó su mamá. «Si los copos de nieve fueran de leche, me encantaría estar ahí. Abriendo la boca para saborear, ah, ah, ah» tarareo, contento. Sonrío en la penumbra de la casucha, desde el marco de la ventana. Tal paraíso podía tatuárselo.

Sid saltó desde la ventana, aplastó la maleza que crecía sin prejuicios. Piso sin darse cuenta, el crisantemo de una oruga. Se unió a La Jauría. El Gigante lo alzó en sus brazos y le aplastó el pelo contra la cara. El primero en beber del brebaje fue Figo, y todos los miembros del grupo se quedaron observándolo, esperando que los efectos detonaran en él. Cuando empezó a balbucear y a enterrarse las uñas en la piel como si quisiera arráncarsela, los demás no titubearon, bebieron hasta el fondo. El último en beber fue Sid.

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