El fantasma.

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Nada incordia más que un muerto que se resiste a estar muerto

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Nada incordia más que un muerto que se resiste a estar muerto. Era un fantasma, ¡qué ironía! Nicolás Heredia nunca había reflexionado acerca de ello... Hasta ahora.

  Para él la muerte siempre había sido una realidad terminante. Un accidente, si se quiere, con independencia de la causa: hoy se estaba aquí y mañana del otro lado, así de simple. En nada se parecía a esta amnesia a medias, a este te recuerdo en esto y me olvido de aquello, a este te quiero para esto y no para lo otro. Un entrevero lleno de vapores malolientes, moho ennegrecido, esqueletos de madera, rugosos y pestilentes, y cientos de cucarachas entrando y saliendo de la caja de pizza que había comprado y que tenía frente a sí. Crédulas añoranzas a las que se les imponían desalentadoras realidades.

  Cuatro de las cucarachas negras y de caparazón duro, insolentemente grueso, lo miraban desde el fregadero y parecía que le sacaban la lengua.

—¿Tienen lengua estos monstruos? —murmuró Nico, asqueado.

  Resultaba curioso porque no demostraban el más leve indicio de miedo. Eran unos bicharracos desvergonzados que apenas se asemejaban a las cucarachitas de tres años atrás. Daba la impresión de que estas habían sufrido varias mutaciones después de que él había emigrado a Europa. 

  La mayoría de ellas iban a lo suyo, pero algunas le clavaron los mordaces ojillos antes de atisbar a izquierda y a derecha. Luego movieron las antenas en todas las direcciones. Al final una, la más grotesca, desapareció por el desagüe. Dos segundos más tarde la mesada de granito (Es un granito labrador claro, Señor Heredia, importado y de la mejor calidad, no se va a arrepentir. Además se lo dejamos bien redondito, para que la patrona no se le golpee contra las puntas...) se llenó de estos insectos, que salían de los caños como si fuesen gotas de agua.

   Él se estremeció y no pudo evitar el gesto de asco. Uno de los bichejos, el más osado, le voló por encima de la cabeza y se posó en el hueco del refrigerador. Sí, en el hueco. Encima de la mancha más clara de la cerámica beige, allí donde había estado tres años atrás la heladera que ahora descansaba en la casa de Punta del Este.

No te importa, ¿verdad, Nico? —le había preguntado por teléfono su hermana; una pregunta retórica por supuesto—. Sé que era tu casa, pero así nos ahorramos comprar otra. Nosotros acá, vos allá en Europa, no tiene sentido dejarla en una vivienda vacía para que se pudra.

Sí, Mandy, claro que la podés usar, ¿para qué dejarla pudrir? —concordó enseguida, alzándose de hombros.

  Lo más lógico, la familia era la familia y no había que ser egoísta. ¿No hacían fondo común para algunos gastos? ¿Acaso no disfrutaban su mujer y él del piso de Santiago de Compostela, propiedad de todos?

  Sin embargo, si se sinceraba consigo mismo, debía reconocer que lo del refrigerador lo picaba un poco. Porque un refrigerador era un refrigerador para cualquiera, pero no para Patricia y para él. Se veían obligados a vivir lejos debido a motivos laborales y atesoraban cada posesión porque guardaba un recuerdo imborrable. Para ellos la nevera era el sitio de honor en el que los había esperado el pastel de bodas. Justo el trozo de la pareja adornada con cintas en tonos rosas y azules. No lo habían podido probar en la fiesta, diez años atrás, y lo habían comido cuando habían vuelto del viaje de novios. Un pastel blanco por fuera, elaborado con ocho bizcochos y con chocolate derretido, dulce de leche y vainilla en el medio (Abrí la boca, Nico, mi amor, ¿verdad que está exquisito?). Tres meses los había esperado, los mismos que habían empleado en recorrer juntos Francia, Italia, Alemania, Holanda, Bélgica, Gran Bretaña y otros países.

El suicidio de la escritora frustrada y otros cuentos (terminada).حيث تعيش القصص. اكتشف الآن