Artigas y las lágrimas del gaucho.

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≪Permitidme que entone un lamento

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Permitidme que entone un lamento

Que cante y llore episodios:

Las tragedias de los momentos...

¡Cuán cerca está el amor del odio! [...]

¡Cuán cerca está la lealtad de la traición!

El lamento de los libres, del payador Joaquín (Ansina) Lenzina.

1820.

—Y se me mueren, nomás, los sueños de libertad también se me mueren —murmuró Severino Machado, moviendo filosóficamente la cabeza y con los ojos castaños penetrando en la noche—. Me traicionan de nuevo, ¡qué se le va a hacer!

  El hombre chupó la bombilla del mate buscando allí el consuelo y sin inmutarse por el líquido amargo que se le deslizaba hacia el interior de la garganta como si fuese una catarata de lava ardiente. La asfixiante brisa hacía bailar los eucaliptos de la orilla del arroyo, dándole la bienvenida en esta densa, perpleja y enmarañada oscuridad veraniega. Un poco más lejos los cascarudos voladores, miles de bichazos que surcaban como misiles el agobiante aire tropical, culminaban el esplendoroso trayecto en los hediondos montes que decoraban las bases de las luces de mercurio encendidas, montes edificados con los cadáveres de sus intrépidos hermanos.

—¿Por qué no hago nada? —se preguntó en voz alta, perplejo—. ¿Por qué me resigno a que me lo roben todo sin pelear?

  ¿Por qué iba a ser? Porque él no era igual de ambicioso, sino una persona sencilla a la que no le interesaba comprarse un coche de segunda mano, una moto o una casita con electricidad. ¿Para qué los quería si contaba con su inseparable pingo[1], su trenzuda china, el horizonte ilimitado y las estrellas titilando, amo y señor de todo el espacio que abarcaba la vista?... Y ahora venía el latifundista de la zona para acaparar también lo suyo. ¡Qué injusticia!

  Hasta hacía muy poco, a los gauchos modernos que habían nacido en el Lunarejo como él, luego de la esquila solo les quedaban los sueños. Soñar, soñar y soñar con aquella especie extinta de indómitos hombres despreocupados de las ataduras, los gauchos auténticos de épocas añoradas, arrasadas por el progreso y por el alambrado. La tristeza de Severino se debía a que, quizá, por culpa del terrateniente se viera obligado a dejar la campaña e instalarse en el pueblito, Tranqueras, porque sus sueños de libertad morían traspasados por el facón[2] envidioso del latifundista que le negaba a los pobres el derecho a los sueños. La realidad, igual que una chuza[3] de lanza certera, se ensañaba contra él y lo mantenía desvelado frente al arroyuelo.

  Furioso, dio una patada en el suelo. Las espuelas, unas descomunales lloronas[4] de plata que habían pertenecido al tatarabuelo (otro gaucho verdadero), tintinearon antes de clavarse en la tierra reseca, haciendo volar las pequeñas partículas de polvo rojizo, maloliente y quemado.

El suicidio de la escritora frustrada y otros cuentos (terminada).Where stories live. Discover now