Capitulo 8

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Llegaron al mediodía, el sol iluminaba con sus rayos en su esplendor todo el verdoso entorno, repleto de pastizales, sembradíos de maíz, caña, entre otros frutos que la noble tierra otorgaba en los terrenos donde pronto compartiría con ella los pr...

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Llegaron al mediodía, el sol iluminaba con sus rayos en su esplendor todo el verdoso entorno, repleto de pastizales, sembradíos de maíz, caña, entre otros frutos que la noble tierra otorgaba en los terrenos donde pronto compartiría con ella los próximos meses. Aún no sabía cuántos necesitaría para recuperar lo que alguna vez se les fue arrebatado, sin embargo ya no se preocupaba tanto por ello. Tenía a la chica entre sus manos y lo que prosiguiera sería fácil.

Hasta apenas antes de que el reloj anunciará las diez de la noche del día anterior, él era soltero. El matrimonio fue precipitado, sí, pero no necesitaba seguir esa farsa de noviecito enamorado. Lo que requería era actuar ya, impedir que el tiempo siguiera su curso sin resultados. Gracias a su astucia y su irrefutable encanto en todo lo que hacía, lo había logrado como todo aquello que se proponía. No se podía quejar, su racha de buena suerte continuaba dando frutos. Ya había sufrido demasiado en su infancia y juventud, era justo y necesario cosechar todo lo que había sembrado con esmero.

Unas vacas atravesándose por el terreno un tanto cubierto de baches y lodoso, posiblemente por alguna lluvia del día anterior u horas previas, le impidió seguir conduciendo a la velocidad de una tortuga. A decir verdad, de no ser por el suelo desigual que le permitía ir cambiando de una marcha a otra, se habría dormido del cansancio que ya comenzaba a sentir.

Su reciente esposa se movió recostándose de lado sobre el asiento del copiloto, dándole la cara pero con los ojos cerrados. Le sorprendía su angelical rostro, no se cansaría de contemplarla, estaba cargada de terneza, dulzura y quizás hasta bondad. «¿Por qué tuviste que ser su hija?, mejor dicho, ¿Por qué no fuiste como te imaginé?», susurro para sí mismo con bruma, la joven apretó un poco los parpados y se cubrió hasta el cuello con una frazada sin abrir los ojos.

Innegable reconocer que durante los meses que convivió a su lado, logró cautivarlo con su generosidad, con esa inocencia que la llenaba. Había sido agradable disfrutar de su compañía, de esas salidas a su lado, de sus risas. Demonios, ¿Qué mierdas pasaba?, no debía estar pensando de esa manera, ella tenía que ser solo su enemiga, no más. Entre ellos no podía existir nada, era la hija de ese infame que acabo con su vida. Debía odiarla, pero...

— Ricardo, ¿Por qué me miras así? —abrió con sutileza sus parpados, dejando ver sus ojos ámbar acompañados de la calidez de su sonrisa. Él sonrió de lado y negó.

— Estamos cerca de nuestro hogar —le recordó. Dulce acomodó la frazada sobre su regazo y ajusto el asiento para quedar con la espalda erguida, al contemplar todo ese paisaje campirano, una expresión de inquietud se mostró en su semblante—. ¿No te parece lindo?, viviremos en contacto con la naturaleza.

— Pues es... muy verde —se encogió de hombros, sin dejar de mirar con perplejidad el entorno. Su esposo se río. Unos segundos después las vacas terminaron de cruzar la vereda y avanzaron.

— Te acostumbraras, la gente de estos lugares es muy amable y cálida. Son personas honestas y trabajadoras, ya los conocerás —aseguró mirando el camino.

Dulzura Destruida ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora