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Una de esas nos vimos en el cine, tan insatisfechos quedamos que decidimos que no volveríamos a ver una película al azar.

—Te dije relaciones, pero no ha habido nada en el plano romántico y sexual. Siento que tenga que aclararlo para evitar malentendidos. No hay nada en este mundo que respete más que a mis alumnos.

—Por un momento, algo así pensé —afirmé, ocultando una sonrisa; hasta más tarde comenzaría a sentirme mal por intentar hacer bromas de cosas que se tomaba con tanta seriedad.

—Pues no. Sólo los escucho. Hay mucho rencor en los jóvenes de ahora, pero en parte los comprendo.

—Se habrá encontrado a muchos así en su trayectoria como docente.

—Son la clase de chicos que más evito encontrar.

—Entiendo.

Había sido una película de acción de lo más patosa e incoherente. De las que prefería cuando todavía era estudiante de bachillerato. Ahora simplemente me resultaban insoportables. Ni siquiera las palomitas de maíz ajustaron a distraerme y, al cabo de media hora, me quedé dormido. Una vez concluida la película el maestro me reprendió, mencionó algo sobre mi falta de concentración y mi poca paciencia, pero unos cuantos minutos después aceptó haberse quedado dormido también.

—Pero con ese estudiante no es así. No logro descifrar qué es. Algo tiene que me recuerda a algo o a alguien. Nada más.

—Eso espero.

—No quiero darle la razón a los curas.

—Los curas jamás han tenido la razón, maestro.

El maestro recordó de pronto un establecimiento que solía frecuentar durante sus años como estudiante universitario. Entusiasmados por la idea, nos dispusimos a averiguar si dicho establecimiento seguía en su lugar o, de no ser así, descubrir qué nuevo negocio había ahora. Estábamos tan poco familiarizados con los cambios que había sufrido la ciudad a través de los años que resultaba un tanto contradictorio considerarnos sus ciudadanos. Aunque mi excusa tenía más validez. Llevaba tiempo sin visitar la ciudad. El maestro, por su parte, mantuvo la distancia por otros motivos. Tal vez por recuerdos que no pedían ser recordados.

Acortamos camino yéndonos por la plaza. En otros tiempos, según dijo el maestro, la algarabía de los vendedores ahí era tanta, que apenas se podía caminar. Con el tiempo se fue poniendo orden.

—Pero la plaza perdió su identidad —me dijo—. Los vendedores eran su corazón, sus riñones, su hígado, sus intestinos...

—Capto la idea.

—Y cuando los pierdes a todos casi de un solo, la muerte resulta inevitable.

La plaza no estaba precisamente vacía, pero viéndola bien, a pesar de jamás haberla conocido en los tiempos de juventud del maestro, me pareció de lo más deprimente y aburrida. Estaba limpia, sí, e incluso, siendo optimista, podría vérsela con un aire un poco más favorable. Pero yo achinaba los ojos e intentaba imaginármela, e intentaba visualizar al joven maestro abriéndose paso entre la bulliciosa multitud, maldiciendo para sus adentros cuando alguien lo pisaba.

—¿Cuándo era joven usaba muchas malas palabras, maestro?

—Muy pocas.

—Ya veo.

El restaurante en el que el joven maestro solía comer ahora era una tienda de repuestos usados para autos. Y según lo que dijo el maestro, ya ni siquiera conservaba la fachada original. Era una tienda de repuestos bastante reprochable. Las paredes estaban manchadas de grasa y gas y dentro del establecimiento reinaba el desorden.

Como hojas secas (Gay)Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora