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Los libros de ensayo en los que el maestro solía escribir estaban apilados enfrente de mí. Una silenciosa invitación se extendía a lo largo y ancho de la habitación y, en ese instante, me creí conocedor de todo lo que debía ser conocido, a pesar de saber que, aun después de muerto el maestro, yo siquiera me atrevería a hojearlos.

Fue su ofrenda de paz. O algo así. No me dio tiempo de pensar en una mejor opción. Aunque no estaba enfadado, tampoco estaba tranquilo. La inquietud de la playa me había seguido y perduraba a pesar de tener al maestro a mi lado. Nuestros asientos estaban dispuestos el uno al lado del otro, cerca del balcón. Abajo, el pueblo se desperdigaba silencioso, achicándose bullicioso a lo lejos. Una lata de cerveza escupió un «Pts» al ser abierta. Espuma helada se escurrió por el ya frío aluminio. La luna se posó como un reflejo al tiempo que el maestro la acercaba a sus labios, empinándola para beber.

La pila de libros seguía enfrente de mí, a mis pies.

La cena había estado bien. Las hamburguesas fueron mejores que las de los restaurantes de comida rápida, pero más caras. Cocinar para dos no es tan económico como parece. Al terminar, le ayudé al maestro a lavar todo, a limpiar la estufa y, en general, a dejar la pequeña cocina en orden. Mientras extraía las cervezas del refrigerador, él acomodó las sillas cerca del balcón y cuando yo aparecí, los cuadernos ya estaban allí. Le tendí la cerveza y me senté. Dejamos que el viento hablara.

Me levanté por una tercera y cuarta ronda. Seguía sin saber qué hora era. En ese momento sólo me importaba embriagarme porque pensaba que, al menos en ese estado, sería capaz de molestarme, gritarle, regañarle y decirle el miedo terrible que me había hecho sentir. Decirle que jamás en toda mi vida me había sentido tan vacío e inútil, tan propenso a los malos pensamientos, a la soledad, pero no a esa vecina amigable, sino a aquella que te engaña y te mata. No quería hacerle saber que su breve ausencia, tan distinta a las que ya me tenía acostumbrado, había matado algo en mí, algo pequeño, pero un trozo de mí al fin y al cabo, algo que tenía miedo de recuperar.

Para la séptima cerveza ya me sentí capaz de hablar, pero no lo hice. En su lugar, tomé su mano, la apreté con fuerza, y me eché a llorar.

Cuando tenía como siete u ocho años creí que me había quedado solo en casa. El silencio era tal que no me quedó de otra que declararlo así, y a pesar del miedo, mi espíritu aventurero me instó a que hiciera algo estúpido. Pero aquí está la cosa: no lo hice. La voz de mi espíritu aventurero nunca ha sido muy alta. Me retiré a mi habitación y me senté en la orilla de mi cama.

Recuerdo que mis juguetes estaban debidamente ordenados en el baúl. Las sábanas estaban limpias. Las almohadas y mis osos de peluche también lo estaban. Olían a detergente barato pero yo ya había asociado ese olor con el olor de mi familia. No dije nada, y no recuerdo haber pensado nada en especial. De niños no nos fijamos en esas cosas y a pesar de estar rodeados de otros niños, no se nos ocurre preguntarles si experimentan cosas similares, como para así comprobar nuestra propia normalidad. Así que sigo desconociendo si un niño de esa edad en una circunstancia similar habría actuado de la misma manera. Como sea, me desvestí. Doblé la ropa torpemente y me acosté sobre la cama. Veía el techo fijamente mientras mi pequeño cuerpo desnudo se llenaba de sudor. No sentía que estuviera haciendo algo malo, pero tampoco lo consideré bueno, fue sólo una ocurrencia, una forma de pasar el tiempo; y, además, o hasta donde mi cabecita lo permitía, sabía que esos juicios le correspondían a los adultos. Sin quererlo me dormí. Cuando desperté la habitación estaba oscura y mi cuerpo era cubierto por una sábana. Me levanté de pronto a encender la luz para buscar mi ropa, pero ésta ya no estaba en el lugar que yo recordaba haberla dejado. Me embargó el miedo, uno terrible y desconocido, y me eché a llorar. Mi madre llegó y, al verla, corrí a su lado y la abracé con fuerza. Me preguntó si había tenido un mal sueño. Yo no le respondí.

Ahora que lo pienso, el haberme dejado a mí mismo tan expuesto fue lo que me provocó tanto miedo. El no saber lo que mi madre pensó al encontrarme desnudo alimentó este miedo y lo transmutó en esa cosa desconocida que tan fuertemente oprimió mi pecho. Probablemente mi madre sólo había pensado que me desvestí porque no soportaba el calor. Pero esta deducción tan lógica ni siquiera cruzó mi cabeza. Cierto era que yo no lo hice por esa razón. Pero son muchas las veces que hacemos cosas sin saber en realidad por qué y una tercera persona se ocupa de inventar el propósito para que así el mundo se sienta más a gusto.

—Lo siento —dijo el maestro. Se dio cuenta de que aunque seguía llorando, me había perdido en mi propio mundo.

—No fue la llave lo que dejó para mí, ¿verdad? —inquirí. Estábamos rodeados por latas de cervezas vacías. Yo apenas estaba mareado.

—Lo tiré al mar —susurró.

Me levanté. El extendió sus brazos y me recibió en su regazo. Lo abracé con fuerza. Nuestros alientos alcoholizados se encontraron. No recordaba la última vez que nos habíamos besado con esa intensidad.

—¿Me tirará al mar a mí, maestro? —le pregunté.

Él frunció el entrecejo, se puso serio. Me percaté de que había dicho la palabra prohibida, pero luego de observar su rostro otro segundo más, supe que en realidad no le había importado.

—Aunque te tire, no creo que te ahogues o que te arrastre muy lejos —sonrió.

—¿Y eso por qué? —reí a mi vez.

No me respondió. Me devolvió el abrazo y me besó. Algo había cambiado en él, lo noté enseguida.

Dejamos el balcón abierto y nos dirigimos a la cama. Afuera la noche se extinguía. Adentro, la vida comenzaba. Estábamos sudados, olíamos a sal y a cerveza barata. Me desvestí yo primero. Sin prisa. Mientras él me observaba, satisfecho. Le ayudé a desnudarse. Él rió un poco cuando besé su estómago. Los años, la bebida y la falta de ejercicio constante le estaban pasando factura pero aun así podía considerarse que iba ganando la carrera. El misticismo y la belleza del maestro muy bien pudieron deberse a mis propios sentimientos, pero, de ser así, no le vi nada de malo, y continué. Lo recibí en mi boca, como solía hacerlo. Sus dedos se entretuvieron en mi cabello en tanto mi aliento aprisionado se sincronizaba con el suyo. Fue amargo pero placentero.

Me asió del brazo fuertemente y me tiró a la cama. Separó mis piernas y me tomó en su boca. Le noté una fuerza, una casi violencia que me erizó la piel. Casi, porque el maestro era más propenso a caricias tiernas que a arranques apasionados; lo de los arranques eran cosa mía y aún así eran moderados. Pronto sintió mi propia amargura. Se reincorporó sólo para alcanzar mis labios. Sujetó mi nuca con mucha fuerza. Sentí que el aire dejaba mis pulmones. No quedaba duda alguna de que yo amaba al maestro.

Cuando por fin lo recibí, se quedó quieto un segundo. Entre mis piernas separadas, su porte era casi magistral, entre autoritario y sereno. Le corría el sudor por la piel y lo noté cansado, pero esto humanizó su figura, me la presentó accesible. Se inclinó un poco, acarició mi rostro. Vi en sus ojos algo nuevo, algo que me tomaría tiempo descifrar, no por su complejidad, sino por esa misma novedad, una más optimista y placentera. Contagiado por este sentimiento, dije su nombre. Por primera vez dije su nombre y al notar la sonrisa en su rostro me reprendí a mí mismo por ignorar por tanto tiempo la sutil importancia de un gesto tan cotidiano.

Él, a su vez, me llamó. Una y otra vez, extenuado, sediento de mí. Jamás en toda mi vida me volvería a sentir tan parte de otra persona, tan parte de él. Le rodeé el cuello y lo acerqué a mí. Le dije, en silencio, que lo amaba, como la noche que ama el día y lo oculta. Se detuvo un segundo. Sonrió. Sonrió y ya. Todo había terminado, todo para bien.

Si la treta había sido deliberada o ideada con un propósito mayor que el de asustarme, no lo supe. El maestro se disculpó conmigo varias veces, pero jamás llegué a comprender del todo el motivo de su ausencia o el verdadero significado de su mensaje o de la llave dejada atrás, que, por otro lado, quizá sólo fue una especie de proyección de mi parte. Pero estaba viviendo el resultado de ello y tal vez por eso no me incomodó tanto. Sí llegué a considerar, por supuesto, que no había nada que le impidiera al maestro volver a hacerlo. Tal vez las cosas fueran incluso peor porque nada garantizaba que ahora no necesitase de un golpe incluso más leve para doblegarse, cegado por ese nuevo optimismo aún poco definido, o por cualquier otra cosa que pudiera presentarse en el camino. En todo caso, al no poseer la capacidad para predecir este nuevo golpe, esta creencia tampoco me opacó el momento. No lo permití. Me abracé al cuerpo del maestro y no cerré los ojos sino hasta que lo supe dormido.

Despertamos juntos. Él apretaba mi mano con fuerza.

Como hojas secas (Gay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora