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El cartel de «Se vende» colocado enfrente de la casa del maestro resaltaba con una seriedad que denotaba confianza. Ya muchas familias se habían acercado a echarle una miradita con la esperanza de encontrar en esa la casa de sus sueños. Sin intermediarios. Las cosas del maestro, o al menos casi todas, estaban empacadas; los muebles, salvo dos que tres que había decidido quedarse, ya habían sido vendidos. El camión de mudanza sólo se encargó entonces de llevar la cama, el escritorio, el televisor, el reproductor de DVD, la computadora, la ropa y, por supuesto, mi radio y mi teléfono de rosca.

Era una inversión dudosa. Los dos nos encontrábamos en un estado frágil, y comenzar algo nuevo a partir de ahí no resultaba del todo saludable, al menos en apariencia. Los dos, aparte de frágiles, éramos un tanto inseguros y desinteresados. No nos encontrábamos en nuestro mejor momento y eso era obvio. Él, por el abrupto final que su ideal de vida sufrió en manos de uno de esos alumnos que por razones que nos superan representan un escalón más en la vida, aunque en la mayoría de los casos, un escalón desnivelado que nos hace tropezar. Y yo, por el otro lado, personalizando la mediocridad de toda una generación, una generación que a pesar de estar llenas de comodidades jamás está completamente a gusto. Creo que estaba siendo demasiado duro conmigo mismo.

El cambio, por otra parte, era de sobra bienvenido por más en que yo me empecinara en resistirme. Las dudas se fueron apilando, por supuesto, y yo sólo imaginaba la gran pila de libros amontonados sobre el escritorio del maestro. Libros que ya no le pertenecían a nadie porque habían sido donados a la biblioteca local. Pero así como con la casa, los libros, los muebles y todo lo demás, la decisión estaba tomada. Una nueva vida me esperaba al lado del maestro y aunque, temeroso, la recibía con todas las buenas intenciones que se pueden llegar a tener en una situación de este tipo.

La nueva casa, o más bien, el nuevo apartamento, quedaba a treinta minutos de la playa. Aunque hubiéramos querido algo más cercano, no nos encontrábamos en la condición de gastar más de la cuenta, a pesar de las prestaciones del maestro, mis pocos ahorros, y el dinero obtenido por las cosas que se vendieron. Faltaba, por supuesto, recibir lo de la casa, pero el maestro también tenía que pensar en su hija, sin importar que ella ni siquiera se dignara en llamarlo por teléfono y mucho menos visitarlo.

Teniendo todo esto en consideración, con antelación busqué trabajo en ese pueblito costero que sería nuestro nuevo hogar. Aunque no podía optar a un puesto relevante (aunque honestamente ni lo pedía ni lo quería), me dije que mí mismo que siempre y cuando fuera un ingreso justo, yo me daría por satisfecho. A pesar de nuestros aparentes excesos, excesos que se traducían en esas salidas a bares y restaurantes de comida rápida, consumíamos más bien poco; una vida moderada no representaba una molestia y llegamos a la conclusión de que, al menos por un tiempo, nos la podíamos apañar muy bien con muy poco. El maestro entonces me pidió que pospusiera la búsqueda de empleo un poco más, al menos por el tiempo que abarcaría la venta, la mudanza, el establecimiento en el nuevo apartamento, así como la habituación al nuevo entorno y muchas salidas a la playa. Yo pensé que no podía darme ese lujo pero hice todo tal y como él me lo pidió.

La primera vez que visitamos la playa estaba haciendo bastante viento. El oleaje agitado desdibujaba el mar de manera caótica, aunque atractiva a su propia manera. El viento quebraba las olas y revolvía el cabello del maestro, la arena calaba nuestras piernas. No hubo nada en esa visita que me resultara atractivo, sin embargo, de mi visitas a esa misma playa es la que más recuerdo. Aunque manteníamos una distancia prudente, las olas comenzaron a abatir la playa con más fuerza y, en un descuido, nuestros pies fueron empapados. La fuerza de la ola fue tan repentina que perdimos el equilibrio, yo caí y perdí mis sandalias. El maestro rió a carcajada suelta, casi pude ver lágrimas en sus ojos, pero esto debió haber sido mi imaginación. El maestro me ayudó a ponerme de pie e incluso intentó limpiar los granos de arena que se habían adherido a mi húmeda piel. Permanecimos ahí hasta bien entrada la noche, cuando el frío y los bichos nos comieron por completo.

Llevábamos apenas una semana en el pueblo y ya los conocíamos a casi todos. Si habían surgido rumores acerca de la naturaleza de nuestra relación, no lo supe sino hasta unos meses después. La hospitalidad de las personas de ese lugar hasta resultaba (o al menos a veces así se sentía) un tanto hipócrita, o simplemente su ideología de vida era el de tomar sólo las partes que más agradan de una persona desechando lo demás. Sea cual fuere el caso, durante mucho tiempo nos sentimos bienvenidos, queridos y apreciados. Recibimos muchos obsequios de bienvenida e invitaciones a beber por parte de los pescadores. Cuándo nos preguntaron a qué nos dedicábamos sonreímos y rápidamente cambiamos de tema a pesar de la insistencia y la incomodidad generada. Me parecía que al maestro no le apetecía decir que era un docente jubilado. Daba la impresión que esas personas no serían capaz de suprimir sus «¡tan joven!» y el maestro lo menos que quería era recordar la razón por la que ya no se le estaba permitido enseñar para ganarse la vida.

De cualquier manera, el alboroto que nuestra repentina presencia causó en el lugar se fue desvaneciendo, como un cambio de marea. La amabilidad había desaparecido suplantada por la generosa indiferencia de la cotidianidad, y aparte de los saludos de cortesía, nos limitamos a convivir con aquellas personas que en realidad se habían ganado un lugar en nuestras vidas.

Por supuesto, era una cuestión de tiempo antes de que nos descubrieran. A veces, en el balcón del apartamento, mientras el viento cargado de humedad, y de un poquito de sal, acariciaba mi rostro, yo pensaba en cómo sería si de la noche a la mañana ya no nos sintiéramos a gusto. Independientemente de la indiferencia, y mucho más, de la discriminación; porque podría suceder que de repente, lo que fuera que nos atara, se esfumara por completo. De hecho, en esos días en que mi cabeza no paraba de dar vueltas, visualizando cada una de mis infortunadas decisiones, podía sentir que eso que nos ataba se iba aflojando cada vez más; pero entonces, como si las dudas se vieran reflejadas en mi rostro, apoderándose de mis facciones y distorsionándolas de una manera tan poco común pero tal vez habitual para el maestro, él precisamente se me acercaba, y este hecho tan cotidiano, tan aparentemente banal, se llevaba la niebla y me dejaba en paz. En pleno balcón, a plena luz de las estrellas, me besaba la nuca, metía las manos en los bolsillos de mis pantalones o, en su defecto, los envolvía en torno a mi cintura, sujetándome con fuerza, asiéndome como si su vida pendiera de un hilo y yo fuese su única salvación. Yo me volteaba después de un rato de silencio, lo besaba, como sólo puede hacerlo alguien hambriento, y lo llevaba adentro y no lo dejaba ir durante toda la noche.

Con todo esto, el maestro solía desaparecer. No eran ausencias prolongadas de esas inexplicables que tanto tienden a preocuparnos; eran tácitas, necesarias para ambos, quizá, de otro modo, no nos habríamos soportado durante tanto tiempo. Lo que el maestro hacía o pensaba durante estas desapariciones, naturalmente, me resultaba un misterio; la naturaleza de la intención, o mejor dicho, de la intención que yo adivinaba debía ser la razón de estas ausencias, nunca llegaron a incomodarme, y al no sentir incomodidad mi curiosidad jamás llegó a florecer de la manera enfermiza que quizá, para otra persona, habría sido normal. En todo caso, quizá deba este resultado a mi habitual falta de interés. Falta de interés de la cual ni el maestro salía librado.

Cuando regresaba parecía que sus ojos me preguntaban si no me importaba en lo más mínimo lo que había estado haciendo hasta entonces. Yo en cambio sonreía, lo abrazaba y besaba y le preguntaba si estaba cansado, si quería tomar un baño o comer. Suspiraba profundamente y fundía su cuerpo en el sillón hasta quedarse dormido, con media palabra entre sus labios y un universo de recuerdos dentro de su cabeza.


Como hojas secas (Gay)Where stories live. Discover now