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Las vacaciones obligatorias del maestro se prolongaron una semana más, y luego otra. Su rostro perdió forma. Su ser comenzó a reconfigurarse.

Un hombre llegó a la casa por el material de clases del maestro y por los trabajos que no había tenido tiempo de entregar. Los trabajos (entre ensayos, investigaciones y exámenes) iban perfectamente corregidos, tachados con tinta roja de una pluma fina bastante costosa de punta media. La tonalidad del rojo era un tanto hechizante, un rojo no tan chillón como el de la sangre fresca, pero tampoco tan oscuro como el de la sangre coagulada.

El hombre se presentó pero no sólo tomó los papeles y se fue, pasó a la sala y charló brevemente con el maestro. En la cocina yo preparaba unas bebidas.

En bachillerato vi al maestro siendo sermoneado. Eso sólo ocurrió una vez, y fue sermoneado no por ser demasiado condescendiente con sus alumnos sino por todo lo contrario. Una sensación de justicia me embargó, pero no llegué a sentirme del todo a gusto. En esta ocasión sentí que yo había cometido una falta, que el maestro era mi tutor y aceptaba el sermón por mí.

Coloqué las bebidas sobre un azafate y las llevé a la sala. El maestro y el hombre hablaban bastante bajo. La expresión del hombre no era agradable, quería que se marchara ya, aunque, por supuesto, no estaba en mi poder pedir tal cosa. El maestro me sonrió y me agradeció, rápidamente tomó el vaso que le tendía y bebió un sorbo bastante prolongado. Tenía esa habilidad. El vaso quedó un poco abajo de la mitad. En cambio, el hombre ni siquiera me dio las gracias, el vaso quedó tal y como estaba, el hielo pronto se derritió y una marca circular quedó sobre la mesa. Jamás en mi vida una persona me había disgustado tanto.

Esa noche salimos a dar un paseo por el vecindario. Seguía haciendo calor, en esa ciudad jamás dejaba de hacerlo. Se colaba, de vez en cuando, una tenue brisita más fresca de lo normal, en esas ocasiones frotaba mis brazos. El maestro, a mí lado, sonreía.

No sé cómo habrá sido en los tiempos del maestro, pero en mis tiempos, a esas horas estaríamos en la calle jugando y corriendo, escondiéndonos y cazándonos. Allí, en cambio, no había niños en las calles a pesar de ser una zona residencial segura. Desde las ventanas se colaba la luz procedente de las vidas de las personas que habitaban esas casas, pero eran unas vidas más bien opacas; tanta luz no significaba nada. Los patios estaban vacíos, sin mascotas ni juguetes desperdigados por doquier. El verde del césped parecía surreal. Aquello era algo sacado de una pintura abstracta. Todavía era temprano.

El silencio también nos devoraba. El frufru que la tela producía mientras caminábamos hasta gracioso resultaba. La calle seguía abriéndose generosa frente a nosotros. Las casas comenzaron a desdibujarse.

No había notado que mis extravíos internos se habían reducido. Con el tiempo fui haciéndome más consciente de mi entorno hasta el punto que ya después no fui capaz de escapar de él. Por lo mismo notaba más el carácter del maestro y sus cambios de humor. Él era muy bueno manejándolos pero a veces se le escapaban. Y el maestro se sentía perdido. Encontrarse en un lugar tan familiar no le ayudó en nada, ni siquiera estando en su propia casa habría podido superar esa sensación. Me dije a mí mismo que a lo mejor lo que se necesitaba era cambiar por completo de aires.

Dos días después dejamos la ciudad.

En el autobús el viento se colaba por la ventana de manera violenta. El cabello del maestro se mecía y desarreglaba con cada ráfaga, pero le sentaba bien. Había permanecido en silencio la mayor parte del tiempo, pero de vez en cuando hacía un comentario sobre algo que había visto del otro lado de la ventanilla. Sonreía más de lo habitual y esto hizo que me sintiera a gusto.

La nueva ciudad era una que ninguno de los dos había visitado. Quedaba apenas a dos horas, y en verdad no había razón para que no lo hubiéramos visitado antes, pero tampoco había razón para lo contrario. La estación de autobuses se nos presentó desordenada a pocos metros de un mercado. Ese desorden resultaba tentador, así que lo primero que hicimos fue recorrer el mercado. Los vendedores gritaban casi junto a nuestros oídos, nos ofrecían, sin titubear, sus productos; a veces nos quedamos más de un minuto en algún puesto, pero nunca llegamos a comprar nada.

Dejamos el mercado y seguimos caminando lentamente, sin prisa y sin rumbo. Una vez hicimos algo parecido con un grupo de compañeros. Nos subimos a un autobús y deambulamos por las calles arrastrados por la ruta que el chofer siempre debía recorrer pero que a nosotros nos resultaba por completo desconocida. Llegamos a zonas de la ciudad que ni siquiera sabíamos que existían, y nos asombramos por un momento, pero cuando se viaja sin saber qué buscar, la tendencia es aburrirse con rapidez.

El maestro y yo podíamos sin duda fundirnos con el entorno, pasar completamente desapercibidos como uno y dos seres diferentes. Cuando el maestro me veía en realidad yo me desmoronaba, las piezas que me conformaban caían unas sobre otras como un rompecabezas, y sentía que el maestro me armaba, pero que algunas veces calzaba las piezas a la fuerza. Ese día pasó mucho tiempo antes de que el maestro me viera de verdad. Su cara estaba pálida y bajo sus ojos las ojeras hacían que su rostro perdiera armonía. Cuando por fin habló sólo lo hizo para decirme que moría de sed.

A pesar de encontrarnos en una ciudad aquello más bien parecía un pueblo. No encontramos un restaurante de comida rápida por ningún lado y los Cafés no eran en verdad sólo de café. Pasamos tienda tras tienda caminando bajo el sol fulgurante, arropados por la suave brisa del viento del oeste. Del Oeste o del Este, daba igual.

La cosa del maestro con los restaurantes de comida rápida todavía no se había terminado. Cuando visitábamos alguno, primero se sentaba y se quedaba en silencio y tal vez como a los veinte minutos se levantaba a ordenar. Pero a nadie lo pueden correr de un restaurante de comida rápida así que este comportamiento tan poco habitual no generó ningún tipo de contratiempos. El maestro se sentía cómodo en esos lugares, y yo nunca alcancé a comprender la razón. Tal vez por eso nunca llegó a armonizar con ese pueblito que tan sorpresivamente se nos había ocurrido visitar.

Regresamos al mercado y ahí comprarnos chucherías al azar. Nos sentamos en uno de los bancos de la estación de autobuses y ahí nos pasamos parte de la tarde, esa parte de la tarde en la que el sol brilla con más intensidad. La algarabía de las personas que se movilizaban desde el mercado hasta la estación y viceversa, e incluso desde la estación hasta los distintos autobuses, supo distraernos. La gente se movilizaba una paciencia desordenada, las filas para abordar los autobuses me recordaron a la fila india de niños aquella tarde en el lago. Miré mis dedos, pero no estaban verdes esta vez, sólo llenos de grasa.

Saqué una servilleta de papel de una bolsa y me limpié los dedos y los labios, le tendí otra al maestro, éste me agradeció el gesto con uno propio. Nos habíamos movilizado sólo por movilizarnos, el cambio de aires que habíamos pretendido no funcionó cómo esperábamos; a ese viaje no lo consideramos un fracaso pero el gran éxito tampoco fue. Cuando llegamos a casa el maestro se bañó y se acostó sin siquiera decirme nada. No había nada que comentar. Nos habíamos entregado a una acción poco habitual en nosotros, lo que nos dejó incómodos, porque desde un inicio debimos haber sabido que lo nuestro era esa absurda cotidianidad que siempre nos envolvía y que forzar las cosas nunca le sienta bien a nadie.

Decidí que lo mejor era regresar a mi apartamento.

Mi apartamento olía a soledad. A soledad y a aparatos viejos. Intenté encender mi radio pero por más que lo golpeé no lo conseguí. Le cambié las pilas pero igual no dio resultado. En el refrigerador apenas había dos botellas de agua y un pie de queso medio mordido. El pie de queso ya estaba demasiado viejo así que no lo comí, lo terminé tirando en el cesto de basura.

Tal vez lo que el maestro necesitaba era un tiempo a solas.

Como hojas secas (Gay)Where stories live. Discover now